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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE
Janós Ponikenus, sacerdote de la iglesia de la aldea y también encargado de la que hay en el castillo, se resiste al propósito de la Condesa de disponer un funeral solemne. Por no esforzarse en disipar la sospecha de lo ocurrido, Erzsébet no halla modo de convencerlo de que ese cadáver maloliente merece mayor gloria. Cuando el clérigo se niega a pronunciar una oración fúnebre dictada por Darvulia y a cambio sólo accede a un entierro discreto, la Condesa afirma su certidumbre de que sólo el culto a Ördög garantiza sus propósitos. Hace saber a Ponikenus que en adelante no tendrá injerencia en el castillo, del mismo modo que ella no se ocupará de la iglesia, salvo en destinarle la suma de dinero tradicionalmente dispuesta por la familia.
Ferencz no llega de batallar con los turcos, el verano avanza con un calor insoportable y la Condesa se aburre soberanamente. Resuelve buscar algo en la biblioteca.
Educada por su suegra, Erzsébet domina con soltura el húngaro, el alemán y el latín, pero en la biblioteca de Csejthe no abundan los libros. Tan sólo encuentra la obligada Biblia que es orgullo de la familia, manuscrita por Stéphan Bàthory en 1416, que desecha, unos volúmenes con salmos y alabanzas religiosas, alguna crónica de la guerra con los turcos, que conoce mejor por boca de Ferencz y por fin un libro de leyendas. Lo abre distraídamente en un capítulo titulado La Dama Blanca y lee. Es una historia de comienzos del cristianismo narrada por un tal Flegón, liberto de Adriano, que tuvo actualidad en el siglo XII y aún se mantiene vigente en regiones de Europa Central: Un joven pagano visita a su prometida en una lejana ciudad. Los padres han arreglado el matrimonio aún antes que la conozca; incluso ignora que esa familia se ha convertido al cristianismo. Llega una noche y lo recibe la futura suegra, quien luego de servirle una frugal cena de bienvenida lo conduce hasta el dormitorio que le han preparado. Agotado por el viaje concilia rápidamente el sueño, pero en un momento lo despierta un ruido en la habitación. Al abrir los ojos descubre, a los pies de la cama, a una hermosa joven de tez pálida, vestida con una túnica blanca, la frente adornada con una diadema negra. Ella le habla:
-Ya soy extraña en esta casa, desgraciada de mí, pobre reclusa... Vuelve al descanso que me voy.
-Quédate, bella muchacha -le implora-. No tengas miedo, disipa tu palidez.
-Entonces márchate tú, te lo ruego, que no tengo derecho a la alegría. He caído en desgracia y han cobrado mi vida.
-¿Cómo es eso? ¿No eres acaso mi prometida? El juramento de nuestros padres nos ata, mi pequeña virgen. Sé mía.
-No, joven, ya lo quisiera. Quien te fuera destinada es mi hermana, mientras yo gimo en la fría prisión de piedra.
-Nuestro encuentro es el destino, te ruego permanezcas conmigo. Pongo esta antorcha por testigo de mi naciente pasión, la antorcha del himeneo.
De inmediato le ofrece un anillo de oro como regalo de bodas, que ella desecha a cambio de un rizo de sus cabellos. Brindan con vino color sangre e invocan al Amor. La pálida muchacha intenta resistirse, porque su corazón desfallece y él solloza, consternado.
-¡Cuánto daño me hace tu dolor, amado joven, pero qué espanto si me tocases! Blanca y fría como la nieve es tu prometida. Me han destinado a Cristo.
-¡Que este cuerpo encendido se ocupe del hielo! ¡No dejaré que te pierdas para el goce!
La estrecha en un abrazo, besándola con ardor.
-¿Sientes mi fuego?
Dejando entrelazar placer y lágrimas, ella bebe en el cáliz de su boca la pasión que enciende su sangre. Hasta que repentinamente exclama, sobresaltada:
-¡Llega la primera luz de la madrugada! Despidámonos hasta la próxima noche.
La madre, que ha escuchado tras la puerta irrumpe, indignada.
-¿Quién es esta bruja que al extranjero así se entrega?
-Oh madre -dice la joven dándose a conocer-, sin piedad amargas mi noche. ¿Quieres ya expulsarme al sepulcro, envuelta en el sudario? Una fuerza sobrenatural ha levantado la lápida, liberándome de vuestros sacerdotes. ¡Que el agua bendita no lava la pasión! Por vengar la dicha arrebatada, hasta la sangre de este joven he llegado.
Y luego, dirigiéndose a él:
-¡Hay, amante furtivo! Temo que aquí languidezcas. Tengo tus cabellos, que habrán de perdurar conmigo, mas los tuyos mañana serán blancos.
Lo estrecha entre sus brazos y al momento se convierte en un vampiro sediento de su sangre.
Cuando el joven queda exánime, el vampiro exclama:
-¡Otros alimenten el mañana de mi corazón! ¡Otros entreguen su juventud a mi furor!
¿Qué es este ancestral rito de sangre? -se pregunta la Condesa, concluida la lectura- que me dice lo que sin saber sabía? Del vampiro tuve noticia por incitación de Darvulia, que para mi inquietud supo verlo oculto en el blasón de los Bàthory. ¿Es éste el sino de la plegaria? ¿Es mi Destino?
Hace venir a la bruja.
-¿Señora?
-Te invoco como sacerdotiza de Ördög.
-A tu servicio. La plegaria te ha consagrado y me ha consagrado a ti.
-Sabes que me encuentro en esto porque la pasión me ha conducido, produciendo destellos aquí o allá. Pero percibo que hay saberes y ceremonias desde antiguo practicadas. Acabo de leer, en este libro de relatos, una historia en la que reconozco lo mío.
-¿Cuál, mi Señora?
-La Dama Blanca.
-¿Y qué has encontrado?
-Una sed de sangre en quien busca nueva vida y eso late en mis entrañas. También la presencia del vampiro, que la iglesia se esfuerza por ahuyentar.
-Preguntas mucho, tu avidez no sólo pide sangre, como tampoco la sangre es una. El sacerdote bebe sangre de Cristo y se alimenta de su cuerpo, pero en la similitud se halla la diferencia.
-Explícate, que algo intuyo.
-Señora, tu lugar es especial y por ello el Destino te elige. Los Bàthory han dado muestras, por generaciones, de arrojo y apego a la tierra del dragón de fuego, del lobo salvaje y del sediento vampiro. Pero no es menos cierto que la casa de los Señores, más aún en los Nádasdy, encadena su futuro al imperio de la cruz.
-¿No es mezclar agua y aceite?
-Lo es. Los Bàthory lo han pagado largamente con la locura. En medio de esto, tú eres flor única en la especie, has abierto los ojos.
-Al éxtasis.
-Y al horror.
-La gran claudicación.
-Y la pequeña muerte.
-Al brillo fugaz.
-Que persiste en reiterarse como el ciclo cambiante que culmina en la séptima luna.
-¿Qué hay de ese retorno a las fuentes, que me devana?
-De los Padres de la Iglesia aprendiste que la gracia alcanzada por expiación del pecado nos devuelve al paraíso. Conmigo te has iniciado en la escena que ellos temen y condenan, porque es verdadera. Expulsaron a Lucifer, su luz encandilaba, y abandonándolo en nuestra espesura lo llamaron Satán o vampiro. Advertirás, mi Señora, que nada parece más apropiado, para perder rastros, que disfrazar lo prohibido con las ropas de su contrario: Lucifer, la divina luz, fue convertido en vampiro, un ciego animal nocturno. Ello no nos impide reconocerlo, como hube de señalarte, en el blasón de los Bàthory, su presencia mimetizada en alas de águila. Ördög, pariente de Lucifer, lo ha recibido encarnado en vampiro, lobo o perro negro -las formas son innumerables- y nosotras, las brujas, le rendimos culto.
-¿Dónde aprendiste todo esto?
-No de los libros sino de la vida que en los bosques se genera a sí misma. Ördög nos escogió entre las mujeres de las aldeas. En otra época tuve marido, siervo de la gleba atado al Señor del castillo. Poca cosa podía hacer él que no fuera doblar la espalda en el cultivo, entregar el mejor grano y traer a casa el desperdicio para alimentar la familia. Las mujeres debíamos convertir cada día los mendrugos en algo digestible, la tela basta en ropa de abrigo... No abundaré en lo que no comprenderías, pues tu privilegio de Señora dispone ventajas, y la ventaja de las ventajas: gozar de lo que es extraño al rebaño humano. Lo que digo es demasiado la realidad para transformarla. Salvo...
-¿Salvo?
-Eso, la salvación. Cosa de mujeres es comprender que el trabajo no es la vida. Nosotras estamos atentas al duende, al duende de casa, es decir, al real dueño de casa. Le prestamos oídos, le abrimos nuestras puertas íntimas. Él nos persigue, pellizcándonos el trasero mientras fregamos el piso, frotándose contra nosotras, diminuto, en la desnudez del baño, metiéndose bajo las sábanas de nuestra cama antes que llegue el marido y luego permaneciendo entre ambos, sabedor de los rincones que éste ignora porque no le importan. No lo vemos pero lo sabemos incitante, despabilándonos o inspirando sueños voluptuosos. Es el fruto dulce de una vida por lo demás amarga, desolada; por eso vive y nos ayuda a vivir. Es la vida misma.
-¿Y cómo reconoces al duende?
-Lo que se produce en la intimidad de cada una ha de ser complejo, pero es simple constatarlo. El duende es un murmuro nocturno. O lo sabes y lo reconoces o permaneces sorda, el duende no te habla. Son sonidos negros que hunden sus raíces en la tierra abonada por los duros quehaceres de la aldea. Si lo sientes está, si pretendes explicarlo ya se ha ido.
-¿Es acaso un pariente degradado del ángel guardián que enseña el catecismo?
-Tan lejano como Lucifer, su padre, del resto de la corte angelical. Un ángel vuela sobre las cabezas repartiendo gracias. El duende, en cambio, aviva el pulsar de la sangre. No hay manera de ubicarlo, sólo sabemos que es una llama que se alborota a sí misma. Escucha a un zíngaro agitarse en su música y sabrás del duende que se balancea al borde de un tajo ancestral, que no cicatriza, que incita un doloroso lamento, sí, pero sublime. Lo aviva el zíngaro con su música y su danza, nos atrevemos a él las mujeres que sin condiciones le abrimos nuestras habitaciones. Hasta que llega el día en que su amo resuelve llegar por sí hasta alguna de nosotras, con elocuencia tal que quien es tocada por él ya es bruja sin saberlo.
-¿Cómo fue contigo, Darvulia?
-Recuerdo aún la tarde que salí al bosque en procura de leña, encendida por el pequeño demonio.
"Por fin estás aquí" -habló una voz que surgía de las entrañas de la tierra. Consternada por esa palabra contundente que sonó como un látigo, tan distinto al que nuestras espaldas acostumbraban recibir. Su elocuencia fue casi cruel.
"Tú, altanera -dijo- te has hundido en la pena desoída por el hombre que con ti duerme. Soy la causa de tu contenida malicia y del encanto que a nadie has descubierto. He sido tu amante inconfesado, al que recibiste con tu anhelo. Has venido aquí porque me sabes a la sombra del bosque, resguardado por el lobo".
-Quise reaccionar, quise volver, asustada, pero el cuerpo se negó a obedecerme.
"Nada hay en ti que no sea mi dominio, por tu sangre circulo sin que te animes a sospechar hasta dónde eres mía, aún antes de la ceremonia. ¿Estás dispuesta?".
-Entonces, querida Señora, algo habló en mí: "Señor, desahuciada estaba y tu me enciendes, la desesperación se convierte en luz, temerosa luz porque ignoro qué será de mí. Pero demasiado he visto de lo que no quiero".
"Si te hice venir -continuó la voz-, es porque ha llegado el momento. No malgastes otros días, duro ha sido tu aprendizaje. Es la hora de la apuesta; te he dejado llegar hasta este extremo de furia y espanto. Hoy estás inigualable, sólo yo descifro el arcano que nadie en ti descubre.
"Acepto" -me precipité-.
"¿Cuál es tu deseo? -preguntó Ördög- ¿Ser Señora? ¿La riqueza? Dilo".
"Consagrarme a lo que se me enseñó repudiable, al infierno de quienes me condenaran al sufrimiento. ¡El mal!".
"Por algo eres mi elegida, esa es la clave. ¿Estás dispuesta?".
"Lo estoy" -dije, cayendo de bruces ante el Príncipe del Mundo, olvidada de mis ataduras, deponiendo toda resistencia. Entonces me ungió con los tres sacramentos: fui iniciada en el bautismo, recibí el sacerdocio y con El contraje nupcias de tinieblas, las tres ceremonias iguales y contrarias a las cristianas. Como en la misa negra, sustituimos el culto a Dios por la mujer cuyo solo cuerpo es el altar, y sin perder la vista en lo alto consagramos el despertar de la vida y la muerte en y entre nosotros. Creció en mí una fuerza que me devolvió la hermosura perdida en años de yugo al servicio de mi esposo rendido a la gleba. Una hermosura que nadie advierte, pues me creen despreciable o tratan de ignorarme, salvo para la mirada de los elegidos.
-Lo eres para mí. Lo supe desde el día que llegaste a Csejthe con hierbas y te adopté como sanadora y adivina. Pero no quiero interrumpirte, Darvulia, prosigue.
-La Naturaleza se había transformado, resplandecía en la noche ante mis ojos como yo ante ella. Supe ver la oscuridad, guiarme por el solitario aullido del lobo y el sordo aleteo del murciélago. El bosque me habló como nunca había oído de nadie; la tierra, hecha una brasa, se abrió a mis pies y me contagió su ardor. Esa noche dormí la mejor de mis noches, poseída por Él, y ya no volví al lecho servil del feudo. Desde entonces, el bosque es mi morada, mi refugio, mi escuela. La Naturaleza es sabia, Señora, y me hizo depositaria de sus secretos; gracias a la mandrágora o la belladona, lo que para la gente son efectos milagrosos en verdad resultan de un saber natural que la iglesia combate, condena. Los sacerdotes pretenden curar el cuerpo de pestes y pecados con el espíritu de una palabra sin cuerpo. Nosotras, por el contrario, sabedoras de una Naturaleza siempre animada, nos valemos de ella para actuar con hierbas de brujas sobre el cuerpo, que si alguna alma hay, seguramente habita los húmedos rincones de la sangre, que el duende conoce al dedillo y en nuestros oídos dicta las recetas de las pociones sobre la base de dulcamora, moras negras, belenio, belladona o mandrágoras. Hemos sido más efectivas en atacar la epilepsia, la peste, las ulceraciones, la lepra, que la ciencia aceptada por los Señores, siempre impotente porque actúa por oposición y rechazo. Nosotras curamos el baile haciendo bailar, el desengaño amoroso encendiendo nueva pasión con filtros de amor. Que la enfermedad no es otra cosa que la vida atascada. No se trata de erradicar el mal, nosotras nos consagramos a él, lo aceptamos y le procuramos un destino. "El mal que no he hecho, cuanto mal me ha hecho" es una de las consignas que enseñamos a los seres afligidos que vienen a nosotras, una vez agotada el agua bendita. Poco tiempo les insumió en la aldea darme por muerta, y tal fue mi transformación que unos harapos bastó para volverme tan irreconocible como temida. Desde entonces no soportan el fulgor de mi mirada. Sólo tú has sabido sostenerla y ése fue el indicio de que debía asistirte.
-Has llamado Príncipe del Mundo a tu Señor. ¿Es otro nombre de Ördög?
-Muchos tiene, también Satán, Rey de los Muertos, el único capaz de franquear ese límite y hacer vida del desvanecimiento. Este saber te incumbe.
-¿A Satán lo debo?
-A nadie debes, mi Señora. El abrió tus ojos, pero eres tú quien ha mirado. La deuda acarrea culpa y obliga a la renuncia en vida, a cambio de la promesa que obliga elevar la vista hacia un cielo vacío, extraño a la Naturaleza. De este modo se mantienen los que permanecen encadenados cristianamente al yugo del trabajo y la busca de un mérito que extravía al pobre tanto como al rico. Pero si muchos nombres tiene nuestro Señor es preciso no confundirse. Me extendí en la que fuera mi iniciación para distinguir una alcurnia, que a mi modo la tengo como también tú. Ninguna de ambas eligió este Destino, pero lo aceptamos e intentamos estar a la altura de las circunstancias. Así como en los salones de la gran ciudad frecuentaste impostoras que sin derecho reclaman honores de una aristocracia bastarda, y has procedido muy bien manteniendo una esquiva distancia, otro tanto sucede con las sacerdotisas de Ördög. Él, mi Señor de las Tinieblas, supo elegirme y a Él me he consagrado. Pero como con tantas cosas vinieron otros tiempos, de aquelarres y misas negras donde muchachas con poco más que ambición se creyeron ungidas como un clero espúreo, adueñándose sin prestancia del apelativo bruja. Son gatas nocheras que al menor sobresalto arquean el lomo. Porque una cosa es la autoridad del mal y otra la turbia maldad de su proceder, que ni a Satán respetan en el afán por lo material, tan distinto a la materia, nuestra Naturaleza. No es para ellas la muerte -como para ti o para mí- el poderoso límite que incita a caminar su orilla sino que se degradan libertinamente recetando brebajes para combatir la esterilidad o producir abortos, o atraviesan muñecos con agujas para precipitar crímenes de amor. Son manipuladoras de la vida. No son hijas de la luna, son vulgares lunáticas.
-Te preocupa, en el sacerdocio satánico, distinguir la entrega al mal del modo en que se pone el mal al servicio de intereses mezquinos. Quisiera preguntarte esto y te pido rigor en la respuesta: ¿No fue un mal proceder quitarle la vida a la muchacha estaqueada o, peor aún, a Ilona Harczy?
-Ser sacerdotisa de Satán, el Señor de la Muerte, obliga a cabalgar menos la escoba que la gente imagina entre nuestras piernas que el límite, tan imperioso como impreciso, que es su dominio. Al suponer a Satán en el infierno, la iglesia lo confina a un abismo de fuego y tormento; no se dan cuenta que su reino se extiende por la divisoria entre vida y muerte y por esa razón su vastedad es inabarcable. He condenado a esas brujas de ocasión, al servicio de abortos o crímenes de amor, porque para ellas operar con la muerte es sólo un rédito fácil, no están a la altura de sus actos. Aquella muchacha cuya muerte apuré te colocó ante la absoluta diferencia del éxtasis; en la posesión satánica alcanzaste la altura del acto y como sacerdotisa no tuve inconveniente en precipitar la muerte material, como tampoco tengo reparos en sacrificar murciélagos y gatos para lograr pociones. Y si de Ilona Harczy se trata, el propósito fue aún más elevado: tu consagración por la plegaria, la asunción de lo eterno por el reverso de la muerte. Bien sabes que lo eterno se alimenta de la muerte no menos que de la vida. Por eso la necesidad de sangre, que tanto es el flujo vital como evidencia de lo que se extingue al desangrarse un cuerpo. Si Satán es eterno, el único verdaderamente eterno, es porque su reino es la violencia de un filo por el que no es posible caminar sin quedar abiertas, infinitamente atravesadas por el instante que se sostiene con nada.
-Has hablado, querida y horripilante Darvulia, con impar elocuencia, pero también has invocado la elocuencia de Satán dirigiéndose a ti. Me importa la tuya. Bien me explicaste del duende que asiste a las desgraciadas de la aldea, para las que no hay horizonte. No es mi caso, que en Csejthe domino un vasto territorio, y quizá por ello nunca sentí el llamado del divertido personaje. Casi lamento esta circunstancia, a no ser que como Señora dispongo de la sangre sin horizonte de las muchachas a mi servicio. No es Satán mi Señor, pero respeto la sabiduría que le adjudicas. Tú das vida a Satán, mi iniciadora, mi guía. Con gusto y en honor a ti llamo satánica a la consagración de la plegaria. Ördög, Lucifer, Satán, loba o vampiro son cifras de un culto sin Dios ni Demonio y por eso con muchos o ningún nombre, en el que soy sacerdotisa de mí misma, a la vez ejecutora y destinataria del ritual. Si hay un filoso instante que con nada se sostiene, como has dicho, en esa nada me instalo para darle cuerpo, mi cuerpo como referencia que el espejo devuelve.
-Señora, eres satánica.
-Darvulia, soy la Condesa.
-A eso llamo Satán.
-A eso llamo Condesa.
-Convenido, mi Señora.
-Consentido, Darvulia.
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