Bathory Site FAQ
Countess Facts
Black-on-White
Past Announcements
Portrait 1600
Who Is Real?
Photos 1992 More
Photos 2001 More
Photos 2004 More
Panorama 1992
Use Limits
Cologne Journal
Original Scenario
Codrescu Scenario
Journals 1992 2001
Journal 2004 (PDF)
Bibliography
Miller: E. & Dracula
My Deux Essais
My Cloak Story
Wouters: Carpathian...
Pérez: Siete Lunas...
Carrillo: Legado...
Prayer of Erzsébet
Fans of Erzsébet
Art Gallery
Csárdás
Sing to Me
Detritus of Mating
My Music
My Home Page
"We Are All Mozart"
Contact Me
Carlos Carrillo
LEGADO DE LOS CARPATOS
Ocupó la casa de la calle Monte Hermoso, en Chacarilla del Estanque, en setiembre de 1992. La había heredado un año antes. La casa había pertenecido a su prima, la reconocida antropóloga Amanda Goicochea y a su esposo el ingeniero Luis Bravo. Ambos vivieron varios años de feliz matrimonio en la casa, hasta que un funesto día Luis Bravo asesinó a su esposa Amanda. Disparó varias veces sobre ella y luego, con la misma arma, se suicidó. El posible móvil siempre fue un misterio. La primera beneficiaria de la propiedad fue la hermana menor de Amanda, Giovanna, que ocupó la casa cuatro años después de la tragedia. El 30 de abril de 1991, aproximadamente seis meses después de instalarse en la casa, Giovanna murió como consecuencia, según el certificado de defunción, de una intoxicación de barbitúricos y alcohol. No se descartaba un suicidio, pero a nadie le extrañaba la sobredosis ya que Giovanna era una joven artista -recién había cumplido veintitrés años- muy dedicada a los excesos. Sus grotescos cuadros le habían cerrado las puertas de ciertas galerías aunque habían entusiasmado a la crítica y eran motivo de culto en grupos de artistas marginales.
Leandro Goicochea se enteró de la muerte de Giovanna, así como de su nueva propiedad, cuando estaba en el primer año de estudios en la Universidad de Barcelona. Su mente repasó toda la correspondencia que mantuvo con Giovanna, la descripción de la casa, su nueva etapa de creación. Todo pasó por su mente, una y otra vez, insistentemente, agravando las heridas, multiplicando el dolor. Leandro se sentía impotente ante esa funesta sombra que acechaba a su familia. Primero fue Amanda. Luego, su querida prima Giovanna, con quien había establecido una relación muy especial a través de cartas, aunque últimamente ambos se habían descuidado.
En cuanto a la muerte de Giovanna, Leandro fue el único a quien le extrañó la causa. Giovanna, según sus cartas, había dejado las pastillas y la cocaína. Seguía consumiendo alcohol, pero con moderación. Según sus cartas, que releía y releía en una pensión española, atrás había quedado el periodo de experimentación así como la dolorosa etapa después de la muerte de su hermana. Leandro recordaba la emoción con la cual le contaba cómo cubría las paredes de la casa de Amanda con sus lienzos.
Era algo como una energía, como una fuerza, le decía en una de sus cartas. Tocabas las paredes y la sentías, sentías el ardor, te quemaba. Las imágenes brotaban, difusas en un principio, para luego ir tomando cuerpo. Y entonces, me encontraba lista para enfrentar el lienzo vacío, mi mano dibujaba, los bosquejos salían uno tras otro, los colores se expandían y trabajaba toda la noche y el día siguiente.
Esa fuerza recibió a Leandro cuando regresó a Lima y ocupó la casa el 29 de setiembre de 1992. Era el número 649 de la calle Monte Hermoso, en Chacarilla del Estanque, una zona residencial y tranquila. En un primer momento, vio una casa como cualquier otra de la cuadra: finos acabados, grandes ventanas, dos pisos. Por primera vez sintió esa fuerza cuando entró y dejó las maletas en el piso. Era más una presencia que una fuerza. Se acercó a una de las paredes, extendió una mano y la acercó lentamente. Tocó la fría pared. No sintió nada, no sintió ese calor referido por Giovanna. Ella es una artista, pensó, es sensible; yo no soy un artista, soy un aficionado. Sin embargo era innegable la presencia de un aura en la casa.
Los cuadros de Giovanna adornaban todas las paredes de la casa, estaban en la amplia sala, en el comedor, en una salita de estar. En la sala, encima de la chimenea, colgado en la pared, encontró uno de los trabajos preferidos de Giovanna. Ella lo titulaba "Brujas cenando".
Este es mi favorito, sé que la foto no salió muy nítida, pero espero que te percates de una travesura mía en el cuadro. Fíjate bien en las brujas. Hay otros detalles de los cuales te darás cuenta cuando regreses.
Ahora tenía el cuadro frente a él. Definitivamente la foto no revelaba la mayoría de detalles, y menos aún trasmitía esa sensación oscura y de empalagosa morbosidad que se desprendía del lienzo. Eran cuatro brujas desnudas: una, sentada en el tronco de un árbol; las otras tres rodeándola. Una manta se extendía delante de ellas y en ésta se hallaba un niño, también desnudo. Si bien, por la luminosidad el cuadro podía ser comparado con Goya, a diferencia de éste, las brujas no eran viejas deformes. Eran esbeltas y bellas jóvenes cuya perversión brotaba de los ojos, de la mueca torcida de los labios, de la sonrisa, haciéndolas más repulsivas que las brujas de la Quinta del Sordo.
Se fijó en las brujas con mayor detenimiento. El rostro de la bruja sentada en el tronco le era familiar. En ese momento, no recordaba dónde había visto ese mismo rostro. Su palidez, su cara redonda, sus enormes ojos parecidos a los de un venado le recordaban un rostro familiar. Incluso el adorno en su frente le era conocido. Parecía un blasón, un escudo de familia noble. Un círculo de signos o símbolos rodeaba una corona que ocupaba la parte superior. Del lado izquierdo de ésta, pendía un bastón que ostentaba un juego de tres colmillos dispuestos horizontalmente.
Luego, volvió a las otras brujas. Dos se encontraban a la derecha de la que estaba sentada en el tronco, sus desnudos cuerpos relucían en la penumbra del bosque. No estaba seguro si era un bosque, pues parecía que detrás de ellas hubiese una pared cubierta por enredaderas. Una de ellas llevaba cadenitas que colgaban de sus pezones y se enroscaban en su cintura. Unos colmillos delgados y filosos colgaban de sus orejas a modo de pendientes. La otra, tenía una serie de brazaletes, gruesas cadenas que rodeaban su cuerpo y un collar negro donde se veían incrustados adornos que semejaban pequeños cráneos. La bruja sentada al lado izquierdo también portaba adornos, entre los cuales resaltaba un medallón que colgaba entre sus senos. Su cabello era igual de largo que el de las otras brujas. Pero su rostro le era bastante familiar: sí, lo conocía. En la foto que recibió no se notaba, pero había intuido algo por el estilo. La bruja de la izquierda era su prima Giovanna.
Esa era una de las travesuras de Giovanna en el grotesco cuadro. Leandro se preguntó: ¿por qué ella se había incluido precisamente en ese lienzo? Porque no sólo se trataba de cuatro brujas desnudas y con expresión perversa, sino que eran cuatro brujas que habían terminado de devorarse a un niño. La visión del niño era la marca característica del nuevo proceso de creación de su prima. Una expresión vívida de la violencia o como decía cierto crítico: "la marca de esta joven artista, su morbosa afición por la sangre y las vísceras." El cuerpo desmembrado del niño, esparcido en la manta blanca, que resaltaba más la sangre desparramada, era un claro ejemplo de esa afición. La bruja con las cadenas en los pezones jugaba distraídamente con una de las pequeñas manos del niño sobre su muslo, manchándolo de sangre. De los labios de la bruja con el collar negro corría un hilillo de sangre. Giovanna se acercaba un dedo embadurnado de sangre a la boca. La bruja del medio contemplaba la escena con macabro regocijo. Un detalle más: el rostro del niño exhalaba una singular serenidad a pesar de que la cabeza se encontraba separada del cuerpo y de las marcas de uñas en sus mejillas. Era como si la mutilación lo hubiese transportado a un estado de tranquilidad y paz.
Horas más tarde, ese mismo día, cuando la noche cayó, se percató de otra de las travesuras de Giovanna en el cuadro de las Brujas. Aparentemente, detrás de las brujas se encontraba una pared. Esa noche, cuando salió al jardín conoció el lugar en el cual las brujas llevaban a cabo su horrenda merienda. No sólo por el tronco del árbol y por la pared cubierta de hiedra, sino por un pequeño manzano donde colgaba una de las piernas del niño en el lienzo. Las brujas estaban en el jardín de la casa.
Pasaron unos días. Leandro estaba lavando su auto en la vereda. Era un sábado por la mañana, estaba aún intrigado por el rostro familiar de la bruja en el tronco cuando una sensación de irrealidad lo invadió. Vio a un perro caminando en la vereda. Al comienzo no le hizo caso al comienzo, pero le llamó la atención su comportamiento. El perro no se atrevía a pasar, miraba nervioso a Leandro y emitía un quejido. Ladró un par de veces y decidió irse por otro rumbo. En ese momento, sintió una mirada y volteó. Era una niña. Una niña rubia, de cabello lacio, con unos enormes ojos azules. La niña apretaba un osito de peluche contra su pecho y miraba fijamente a Leandro. Y en su mirada se translucía una gran tristeza. La niña se veía pálida y eso acentuaba la tristeza que trasmitía.
- Hola, ¿cómo te llamas?
La niña no le respondió, mantenía su mirada en Leandro. El se acercó y ella retrocedió, apretando más su osito.
- No te voy a hacer daño.
La niña continuaba mirándolo con sus enormes ojos azules llenos de tristeza. Leandro se puso en cuclillas.
- Me llamo Leandro -la animó-. ¿Cómo te llamas?
Ella seguía sin decir palabra. Leandro decidió ignorarla, se dio la vuelta y continuó con el lavado del auto. Empezaba a echarle el trapo a la maletera cuando la escuchó.
- ¿Vives en esa casa? -preguntó con una voz muy suave.
- Sí, esa es mi casa.
Lo miró con la misma tristeza en sus ojos.
- Allí vivía gente mala.
Leandro la miró con extrañeza, ella acurrucaba a su osito distraídamente, sus ojos azules clavados en él.
- ¿Usted es malo, señor?
- No, soy un amigo.
- Eso decía ella.
- ¿Quién? ¿Quién es ella?
- No haga cosas malas, señor.
Sonrió forzadamente y se alejó corriendo. Desapareció en la esquina.
Leandro se acostó esa noche, intrigado por las palabras de la niña. Allí vivía gente mala. Las únicas personas conocidas eran Giovanna y Amanda con su esposo. Allí vivía gente mala.M ¿Se referiría a este último? Pero la niña aludió a una mujer. Eso decía ella. ¿Quién era ella? Con la pregunta resonando en su mente, Leandro se incorporó y apreció el cuadro que adornaba la cabecera de la cama. Se titulaba: "La Prostituta de Babilonia". La Prostituta levantaba con júbilo una copa que exhalaba densos vapores, oscureciendo el cielo, mientras cabalgaba desnuda a la Bestia de siete cabezas. Una de esas cabezas surgía entre sus piernas, jadeante, echando espuma por la boca; mientras que otra acariciaba el hombro de la Prostituta. Las restantes cinco, con sus coronas grabadas de insultos, abrían sus fauces en un grito blasfemo. Bajo las garras de la Bestia, se apreciaban pequeños cuerpos humanos, aplastados, triturados, agonizantes. Un mar de sangre formaba una viscosa alfombra roja para la infernal pareja. Tocó ese rostro femenino preguntándose por qué Giovanna le había dado el rostro de Amanda.
Examinando el cuadro, Leandro sintió por primera vez el olor. Un olor a podrido, fuerte, proveniente de la planta baja. Cuando salía de la habitación, escuchó un ruido en la calle. Se acercó a la ventana y vio a la niña rubia de enormes y tristes ojos azules abrazando su osito de peluche. Leandro miró su reloj. Era casi la una de la mañana. ¿Qué hacía ella a esta hora en la calle? ¿De dónde provenía ese olor? Bajó rápidamente. En la planta baja, el olor se había convertido en una pestilencia. Era algo insano, nauseabundo, como si la casa fuese una gran manzana podrida. Escuchó risas en el jardín. Se acercó cauteloso a la sala y vio a las cuatro brujas sentadas en el jardín, al igual que en el cuadro, a excepción del cuerpo mutilado del niño. Una de ellas se parecía a Giovanna. Se percataron de su presencia y entre risas y gestos lascivos lo llamaron por su nombre. Leandro, Leandro, Leandro. Caminó como hechizado, viendo sus lustrosos y bien formados cuerpos desnudos en el jardín, escuchando las promesas lujuriosas que salían de sus voces sensuales. Pasó por la chimenea y se detuvo ante el cuadro de las Brujas. Este había cambiado. Ellas eran cadáveres con un gesto horrible de desesperación en sus demacrados y carcomidos rostros. Y el rostro del niño, durmiendo plácidamente tras su descuartizamiento, era el suyo.
Despertó sobresaltado, empapado en sudor. Aún sentía ese hedor perforando sus fosas nasales. Se incorporó, las luces estaban prendidas, la Prostituta alzaba su vaso en el lienzo. ¡Se había quedado dormido mientras examinaba ese lienzo! Miró su reloj. Eran más de la una de la madrugada. El hedor empezó a disiparse, Leandro tuvo la sensación de que se escabullía hacia el primer piso, ocultándose en algún rincón. Se acercó a la ventana, pero no vio a la niña rubia. Las imágenes de la pesadilla surgían cuando cerraba los ojos. Respiró profundamente. El hedor había desaparecido, pero escuchaba el llanto de un niño. No se atrevió a indagar esta vez. Se quedó echado en la cama con las luces prendidas. El cansancio lo venció y Leandro se perdió en un oscuro sueño.
Al día siguiente, revisó la planta baja. Movió los muebles de la sala, husmeó en todos los rincones. Por el recuerdo de la pesadilla, investigó con recelo la chimenea. Las brujas lo miraban con su torva sonrisa. No sentía ningún mal olor. Estaba a punto de desistir, cuando recordó el salón de juegos que se encontraba en el sótano. No lo había visitado desde su llegada. Buscó las llaves y se dirigió a la puerta de madera que conducía al sótano. Introdujo la llave y escuchó el lamento de un niño. ¡Provenía del sótano! Apresuradamente, abrió la puerta, prendió las luces y bajó.
Las lámparas no sólo iluminaban la escalera, también dejaban al descubierto algunos cuadros de Giovanna. Le llamó la atención uno en el cual se apreciaba un demonio con doble cara, semejante a los monstruos de Quintanilla, deshaciendo una figura humana entre sus garras. Escuchó otra vez el lamento del niño y no se entretuvo en los demás cuadros.
Llegó al salón de juegos. Una alfombra azul cubría el piso. Una mesa de billar ocupaba el centro. El polvo lo cubría todo. No había señales de niño alguno, ni tampoco lo escuchaba. Entonces, se encontró con una de las paredes laterales sobre la cual lucía otro de los cuadros de Giovanna. Leandro no salía de su asombro. Era un cuadro enorme, abarcaba toda la pared. Y, de verdad, era repugnante. La escena se desarrollaba en una habitación sin ventanas. Se veían varias mujeres desnudas destripando con ferocidad a un grupo de niños. Una de ellas miraba desafiante desde el lienzo mostrando dos ojos humanos que sostenía por el nervio óptico. Sus pies se hallaban cubiertos de sangre. Otra de las mujeres, sentada entre los restos de un pequeño cuerpo, sostenía la cabeza de una niña. Leandro tembló al ver el rostro de la niña. Era una niña cuya rubia cabellera parecía lavada en sangre. Sus enormes ojos azules, desorbitados, expresaban incomprensión ante lo sucedido. Leandro recordó su voz: Allí vivía gente mala.
Continuó examinando el cuadro. Algunas de las mujeres comían restos sanguinolentos, otras cortaban partes de los cuerpos de niños y niñas. Pequeños rostros gritando y bestial brillo en los ojos de las torturadoras. En primer plano, en el extremo derecho, una de las mujeres daba la espalda. El singular escudo, de una corona y tres colmillos, estaba tatuado en su nalga izquierda. En la nalga derecha se hallaba la firma de Giovanna. Ella misma se encontraba en la carnicería. Se la veía sentada en segundo plano. En su regazo, el cuerpo de una niña con el vientre abierto, las vísceras escurriéndose entre sus muslos y rodillas. La mirada de Giovanna trasmitía una sensación de gran tristeza. Evocó, por un momento, a la niña rubia. Recordó su voz: No haga cosas malas, señor.
Leandro se encontraba tan abstraído observando el lienzo que su olfato no percibió esa tenue pestilencia que impregnaba el salón de juegos. Giovanna jamás le había escrito nada sobre ese cuadro; le era difícil imaginarse cuál sería el título. Poco a poco, el desagradable olor se filtró en su conciencia. Ese era el hedor, muy tenue a comparación de la horrible pestilencia que inundó la sala la noche anterior. Abandonó el cuadro e indagó de dónde provenía.
En la otra pared lateral, encontró un pequeño bar y una mesa semicircular que servía para el juego de naipes. Entre ambos muebles, se veía un adorno de plata cuyo diámetro era aproximadamente de medio metro. Se trataba del curioso escudo de una corona y tres colmillos. Esa era la fuente de la pestilencia.
Se acercó al adorno. Era un fino acabado de plata. Tocó la corona y acarició los colmillos en altorrelieve. Su significado se escondía en algún lugar de su mente. Conocía ese escudo al igual que conocía el rostro de la bruja que lo llevaba como adorno en la frente. Con beneplácito, Leandro comprobó que la inscripción alrededor de la corona y los colmillos, era legible. Leyó y comprendió:
SIGISMUNDUS×BATHOBDI×O×TRANSILVANIE×WAL
¿Bathobdi? ¡Bathory! ¡El escudo real de los Bathory! Leandro recordó su viaje a Hungría durante sus primeras vacaciones en Europa. Unos amigos le recomendaron que visitara un castillo perteneciente a la familia Bathory. El castillo se encontraba al noroeste de Budapest, en la región conocida como Transilvania, en donde esos nobles húngaros se establecieron en el siglo XIV. En esa visita, Leandro escuchó la sórdida leyenda de la Condesa Elizabeth Bathory, célebre por su belleza en toda Hungría. Obsesionada con la vejez y la consecuente pérdida de sus atributos, torturó y asesinó a más de seiscientas muchachas para luego bañarse en su sangre con lo cual conservaría su belleza eternamente. A fines del año 1610 la Condesa fue apresada en el Castillo de Cachtice y, luego, condenada a pasar el resto de su vida en uno de los dormitorios de ese mismo castillo, donde murió en agosto de 1614. En el museo que se encuentra en el pueblo de Cathice, se exhibía el escudo de los Bathory y un retrato de la Condesa.¡El rostro de la Condesa! Sus enormes ojos semejantes a los de un venado. ¡Era la bruja del cuadro! ¡La bruja sentada en el tronco!
Leandro se preguntó por qué Giovanna la habría incluido en su lienzo. Obviamente, conocía al personaje y dada la sangrienta y grotesca temática de sus cuadros, sobretodo el del salón de juegos, existía alguna relación entre la Condesa y su creación. Su presencia en el cuadro de las Brujas era sugerente puesto que aparecía como una discípula de Elizabeth Bathory. ¿De dónde nacía su evidente obsesión por la condesa húngara?
Esa noche se acostó temprano y tuvo otro extraño sueño. Se despertaba en algún momento, en medio del sopor y la irrealidad que caracterizan a los sueños, y se dirigía al que había sido el cuarto de Giovanna. Ahí, se vistió con algunas de las prendas mientras escuchaba el distante llanto de un niño. Luego, caminaba hacia el garaje, subía al auto y lo encendía. Cuando salía, vio a la niña rubia abrazando su osito de peluche. Se detuvo y la niña le dijo severamente: Por favor, señor, no haga cosas malas. Leandro rió y arrancó. Condujo sin rumbo por las avenidas vaporosas que surgían en el sueño. Divisó un grupo de niñas caminando, tendrían de nueve a diez años. Luego, un grito. Otros gritos. Escenas confusas. Una habitación oscura. Ahora se encontraba en una habitación oscura, muy excitado. Sintió una inminente eyaculación. La escena era confusa, tenía sexo, pero no veía a su pareja. Escuchaba unos sollozos, pensaba en una niña sufriendo. Una luz iluminaba un pequeño altar y en éste Leandro veía un cráneo. Eyaculó. Más escenas confusas. Se acercaba al cráneo. Su frente lucía un adorno plateado. ¡El nefasto escudo real de los Bathory! Veía a Amanda, desnuda y sonriente, cerca al altar. Acariciaba el cráneo. Leandro se llevó las manos a la boca percatándose que éstas se encontraban cubiertas con algún líquido pegajoso. Unas gotitas rojas caían sobre el cráneo. Amanda reía, pero Leandro no escuchaba su risa. Las gotitas rojas se convirtieron en un chorro escarlata. Amanda seguía riendo y el cráneo empezaba a cubrirse de carne. El líquido rojo seguía cayendo, un rostro se formaba en el cráneo. Leandro gritó al verlo y despertó.
Estaba oscuro, prendió la luz y consultó el reloj. Las once de la noche. Ese rostro. ¡Era el rostro de Elizabeth Bathory! Leandro se tranquilizó, atribuyendo la pesadilla al grotesco cuadro del salón de juegos y a la leyenda de los Bathory. Algunas escenas del sueño aún estaban en su mente. Se revisó las manos. No vio ningún líquido rojo en ellas, pero sintió las consecuencias de la eyaculación así que se apresuró a lavarse. Recién cuando se incorporó, se dio cuenta de su atuendo. Estaba vestido con ropa de mujer.
Despertó a la mañana siguiente, completamente aturdido. ¿Qué clase de fuerza o presencia tendría esta influencia? Descartó cualquiera de las ridículas posibilidades que se le ocurrieron. Sin embargo, el repugnante cuadro del salón de juegos era una prueba de lo poco saludable que era esta influencia para el inquilino de la casa. Decidido a olvidarse de la presencia y de las divagaciones en torno a ésta, salió esa mañana, paseó a pie por los alrededores y regresó a las once.
Leandro se encontraba caminando hacia la casa cuando vio dos rostros que se asomaban desde su ventana, en el segundo piso. Eran dos niños, pálidos, ojerosos y tristes. Le lanzaron una mirada de compasión y se retiraron. Leandro entró a la casa, subió corriendo a su habitación, pero no encontró nada. Absolutamente nada. Confundido se sentó en la cama y observó el cuadro de la Prostituta. Le pareció que estaba demasiado inclinado así que se dispuso a acomodarlo. Al hacerlo, notó la presencia de un objeto en la parte de atrás. Sacó el cuadro y lo examinó. Una libreta se encontraba pegada al lienzo con cinta adhesiva. Con cuidado, la despegó y la abrió. En su interior encontró una llave. La libreta pertenecía a Giovanna. Pequeños bosquejos ocupaban la mayor parte, tan truculentos como sus cuadros. En las últimas páginas, Leandro encontró una serie de breves anotaciones cuya letra era, sin lugar a dudas, de Giovanna. Empezó a leerlas, y el espanto comenzó a invadirlo.
Leandro se quedó paralizado. Los sueños en la habitación oscura, los llantos y sollozos de niños, Amanda y el cráneo de la Condesa, la niña rubia de mirada triste. ¿Y qué quería decir Giovanna cuando mencionaba lo del tercer colmillo? Se entraba con el tercer colmillo. ¿Existía la habitación oscura? ¿Se encontraba allí el cráneo de la sangrienta Condesa Bathory? Aún le faltaban piezas para completar el espantoso rompecabezas que se le ofrecía. ¡La llave! Giovanna mencionaba recortes de periódicos y unos dibujos de Amanda. La llave probablemente pertenecía al lugar donde los guardaba.
No le fue difícil encontrar los recortes y los dibujos. Revisó el cuarto de Giovanna y encontró un cajón cerrado en el clóset. Probó la llave y abrió el cajón. Ahí estaban los recortes y los dibujos. Los recortes de periódico habían sido extraídos de diferentes diarios y todos se referían al mismo tema: desapariciones de niños en Chacarilla del Estanque y en otras zonas residenciales. Los recortes habían sido separados en dos grupos. El primero abarcaba un periodo de mayo de 1984 a octubre de 1987. Las fechas favoritas para las desapariciones parecían situarse en los meses de febrero, mayo y octubre, pero no existía un patrón definido. El segundo grupo de recortes se situaban entre el 16 de febrero y el 19 de abril de 1991. ¡Correspondían al periodo de las anotaciones de Giovanna! Era ella, sin duda alguna, quien había coleccionado esos recortes. Al igual que Giovanna se preguntaba sobre el motivo de Amanda, Leandro se preguntaba: ¿Para qué había coleccionado y guardado esos recortes adicionales Giovanna? ¿Cuál era la conexión con los anteriores?
Entre los recortes que había adicionado Giovanna, Leandro encontró el siguiente del diario "El Comercio".
FAMOSA ANTROPOLOGA ASESINADA POR SU ESPOSO
El día de ayer, 27 de octubre de 1987, el ingeniero Luis Bravo asesinó a su esposa, la conocida antropóloga Amanda Goicochea, con seis tiros. Enseguida, volvió a cargar el tambor de la pistola calibre 38 y se voló la tapa de los sesos. Los vecinos avisaron a la policía apenas escucharon los primeros balazos. Se desconoce el móvil que llevó al esposo de la antropóloga a tan demencial acción. La pareja llevaba seis años de casados y, según opinión de familiares y amigos, eran un matrimonio feliz. Los tristes sucesos del día 27 han sacado a relucir algún tipo de conflicto que llevó a esta tragedia.
Leandro se quedó pensativo. La muerte de Amanda había ocurrido en octubre, fecha de la última desaparición de niños del primer grupo de recortes de periódico. ¿Qué había estado ocurriendo en esa casa? Tomó los dibujos de Amanda. El escudo de los Bathory encabezaba una serie de torpes, pero sugestivos bosquejos de tortura. En algunos, se habían agregado anotaciones ilegibles. No existía ningún afán artístico, eran métodos de tortura y las anotaciones parecían instrucciones sobre el procedimiento. Se señalaban partes del cuerpo de las víctimas. Generalmente, se les dibujaba colgadas de un gancho y se señalaba dónde se laceraba o se cortaba. En algunos dibujos, Leandro logró leer veladas alusiones a cierta pócima de la belleza eterna, a la técnica para absorber el miedo y a las grasas humanas y su relación con la preservación del pensamiento.
Intrigado por todo esto, Leandro se dirigió, aproximadamente a las tres de la tarde, hacia la biblioteca de San Isidro para revisar los diarios del mes de mayo de 1991. Encontró una noticia del diario "Expreso", del primero de mayo, que le interesó:
ARTISTA DE LO MACABRO MUERE DE SOBREDOSIS
En su casa de Chacarilla del Estanque fue encontrada el día de ayer, 30 de abril, la artista Giovanna Goicochea. Todo indica que murió por una mezcla de barbitúricos y alcohol. Como se sabe, Giovanna Goicochea es la hermana menor de la fallecida antropóloga Amanda Goicochea, que murió trágicamente a manos de su esposo en un caso aún no resuelto, en el mes de octubre de 1987. Giovanna Goicochea es conocida por sus caóticos lienzos en los cuales hace gala de una violencia expresiva sin igual. El cuerpo de la artista yacía en el jardín de su casa, se encontraba desnuda y cubierta de sangre. Una vecino denunció el hecho ante las autoridades pues divisó el cadáver ensangrentado desde su techo. Si bien el cuerpo de Giovanna Goicochea se encontraba prácticamente bañado en sangre, la artista no tenía herida alguna. Posteriormente, se ha determinado que la sangre no era de su tipo. Las investigaciones continúan.
¿No era su sangre? Leandro se hundió en un mar de conclusiones ilógicas y espantosas. En su pesquisa encontró una desaparición en Rinconada Alta ocurrida el 29 de abril. ¡Un día antes de la muerte de Giovanna! Las misteriosas desapariciones terminaban abruptamente en esa fecha. Un sopor lo embargó de improviso. Los rasgos de las demás personas en la biblioteca se hacían difusos, los libros, las mesas, la habitación, todo tenía un aspecto etéreo. ¿Estaría soñando?
El ambiente etéreo fue deshaciéndose poco a poco. Despertó con un gran dolor de cabeza y mareado. Se encontraba en su auto, estacionado en alguna zona del parque del Olivar, muy cercano de la Biblioteca de San Isidro. ¿Qué hacía en ese lugar? Su reloj marcaba 6:17 p.m. Leandro recordaba que había terminado su pesquisa casi a las cinco de la tarde. ¿Qué había pasado en ese lapso de tiempo? Sólo recordaba la biblioteca. Un grupo de niños jugaba cerca a su auto. Un escalofrío recorrió su cuerpo ¡La pérdida de memoria de Giovanna! En sus anotaciones, ella perdía la memoria y la recobraba en algún lugar frecuentado por niños. ¿Qué pasaba si no despertaba? O peor aún, ¿cuándo soñaba? Aturdido, se llevó las manos a la cara y descubrió algo más: llevaba puesta una peluca.
Llegó rápidamente a la casa. Cuando estaba cerrando el garaje, vio a la niña rubia con su osito de peluche. Lo miraba con sus enormes ojos azules; pero no con tristeza sino molesta. Se acercó a Leandro y le dijo:
- Señor, le dije que no hiciera cosas malas.
- ¿Quién eres? ¿Dónde vives, niña?
- ¡Le dije que no hiciera cosas malas!
Leandro se acercó pero la niña corrió hacia la esquina y desapareció.
Leandro entró a la casa con la firme convicción de abandonarla. Los cuadros de Giovanna, sus anotaciones, los dibujos torpes, pero muy instructivos de Amanda y el blasón de los Bathory. Su mente aún se resistía a hundirse en el oscuro mar de lo irracional. Aún así, sabía que debía alejarse de la casa y de la espantosa herencia que ocultaba. Sin embargo, mientras acomodaba algunas de sus pertenencias, repasaba mentalmente lo leído en las anotaciones de Giovanna. Se entraba con el tercer colmillo. ¡El tercer colmillo! Seguro se refería al escudo de plata que adornaba el salón de juegos del sótano. Dejó sus maletas y se dirigió ahí.
Los cuadros de Giovanna ahora le escarapelaban la piel mientras descendía al salón de juegos. Pero él sabía que el peor de todos los lienzos se encontraba allí abajo. No le importaba. Necesitaba la prueba fehaciente de que todo eso era producto de su imaginación. Llegó al salón. Se encontró una vez más frente al espantoso cuadro de Giovanna y sintió un ligero malestar. Sin demora, se dirigió al escudo de los Bathory y empezó a mover el tercer colmillo. Sintió ese olor nauseabundo emanando de aquel rincón del sótano. Trató de moverlo hacia arriba y hacia abajo, pero no cedía. Eso lo alivió por el momento. Apoyó despreocupadamente una mano sobre el colmillo y éste se hundió. Leandro retiró su mano y el colmillo siguió hundido. Introdujo sus dedos y trató de moverlo. Con horror comprobó que ahora sí se movía. ¿Escuchaba el llanto de un niño o era sólo su imaginación? Cuando el colmillo llegó a su tope, se abrió parte de la inocente pared enchapada en madera y dejó al descubierto una puerta de acero, semejante a las utilizadas en las bóvedas de los bancos. Maniobró la manivela y comprobó que no estaba con llave, así que abrió esa segunda puerta. Un terrible hedor azotó la cara de Leandro. ¡Esa era la habitación oscura de Giovanna! La pestilencia era terrible. Leandro se tapó la nariz con un pañuelo, la oscuridad era total, tanteó en los bordes del marco de la puerta y encontró un interruptor. Lo presionó.
La habitación era una enorme prolongación del sótano. Una serie de lámparas iluminaron cierto objeto en un extremo del lugar. Además de esa fuente de luz, se prendieron algunos pequeños focos que colgaban en el techo, manteniendo la habitación en semipenumbra. Pero eso era suficiente. Al principio, Leandro avanzó sin saber qué eran esos objetos que colgaban del techo hasta que chocó con uno de ellos. ¡Dios, qué abominaciones se habían cometido en esa casa! ¡Qué mente torcida había concebido tamaña atrocidad! !Los dibujos de Amanda! ¡El repulsivo lienzo de Giovanna que adornaba el salón de juegos! ¡Ese cuadro era un espejo de lo que sucedía del otro lado del escudo de los Bathory! Decenas de esqueletos colgaban de ganchos como si la habitación fuese una carnicería concebida en lo más recóndito del infierno. Decenas de esqueletos de niños chocaban con el horrorizado Leandro. Se detuvo un momento y vomitó. Se incorporó, avanzó unos pasos y chocó con algún tipo de mesa cubierta de objetos. Mediante el tacto comprobó que esos objetos eran cuchillos, gruesas cadenas y otros objetos salidos de alguna nefasta cámara de torturas. Sintió náuseas otra vez. Debía alejarse de ese blasfemo lugar. ¿Acaso ésta era la fuente de inspiración de Giovanna? Se incorporó, mareado por la penetrante pestilencia, y se dirigió hacia la puerta. Se había adentrado demasiado en esa pesadilla de huesos infantiles colgantes.
Leandro avanzó lentamente hacia la puerta, empujando con espanto los restos de los niños mientras se tapaba la nariz con el pañuelo. Sólo quería alejarse, ya no le importaba saber qué objeto se iluminaba en el extremo de ese antro infernal y pestilente. Llegó cerca a unos de los focos que colgaban solitarios en esa oscura habitación y otra nota de terror estalló en su cerebro. Uno de los esqueletos era iluminado parcialmente por la débil incandescencia de un solitario foco. No fue la visión de ese esqueleto, con claras señas de una brutal tortura, el motivo del espanto sino un objeto clavado en el esternón. Se encontraba deteriorado pero lo reconoció. Un grito se ahogó en la garganta de Leandro. ¡El osito de peluche! ¡El osito de peluche de la niña rubia! Se arrodilló frente a los despojos, contempló ese pequeño cráneo aplastado y sollozó quedamente. Escuchaba esa voz suave: Señor, no haga cosas malas. Señor, le dije que no hiciera cosas malas.
Súbitamente, la gran puerta de acero que comunicaba esa abominable habitación al exterior, se cerró. Leandro corrió a la entrada, chocando con algunos esqueletos y tirando otros al piso en su apresurada carrera, pero ya era tarde. La puerta sólo se abría por fuera. La empujó, se tiró contra ella. Todo era inútil. Y nadie escucharía sus gritos. Sin embargo, no se resignó. Tal vez encontrara una salida del otro lado, en el extremo iluminado. Se dirigió hacia ese lugar, procurando esquivar los esqueletos.
Su equilibrio mental se encontraba a punto de quebrarse. Solo, en esa penumbra, con los restos de inocentes niños como evidencia de una atrocidad sin nombre cometida por Amanda. ¿Y Giovanna? ¿Acaso era inocente? Las desapariciones de niños, según los recortes, se reanudaron con su estancia en esa maldita casa. ¿Coincidencia? ¿Un ánimo por continuar la colección de recortes de su hermana Amanda? Finalmente, llegó al extremo iluminado de la habitación. Encontró una especie de altar en cuyo pedestal descansaba un cráneo que tenía grabado en el frontal el escudo de los Bathory. ¡Como en su espantoso sueño! ¿Realmente sería el cráneo de la Condesa Bathory? ¿Realmente sería el cráneo de la condesa que bañó de sangre los Cárpatos?
Unos paneles de madera rodeaban al cráneo. Lucían brazaletes, pendientes, collares, medallones, diademas y grotescas máscaras. Algunos adornos le recordaron los que usaban las brujas en el cuadro de Giovanna. También observó cuchillos de mango de marfil, con extraños grabados en las hojas, látigos de colas y bastones cuyos extremos semejaban un pene. Tembloroso, Leandro avanzó unos pasos. ¡Sus ojos no le mentían! ¡El cráneo tenía manchas de algún líquido oscuro! Unas gotitas cayeron sobre el cráneo despejando cualquier duda que hubiese albergado su mente acerca del origen de ese líquido.
Levantó la mirada y gritó con todas sus fuerzas. Señor, le dije que no hiciera cosas malas. Esa frase se repitió en su mente, una y otra vez. Señor, le dije que no hiciera cosas malas. Leandro empezó a reírse. Se sentó, recostándose en el pedestal, y continuó riéndose. Ya nada tenía importancia para él. Ni encontrarse encerrado en ese lugar, rodeado de decenas de esqueletos, ni el hedor impregnando el ambiente, ni esa estridente risa de mujer, ni el persistente sollozo de los niños, ni el cuerpo de esa niña, colgando encima del cráneo y de cuyo vientre abierto aún goteaba algo de sangre. Nada le importaba. Siguió riéndose. Ni siquiera se inquietó o dejó de reírse cuando se apagaron las escasas luces del lugar, quedando sumido en las más profundas tinieblas.
Originally published in "Para tenerlos bajo llave" by Carlos Carrillo
Copyright 1994 by Carlos Carrillo. All rights reserved
e-mail: unholysmurf@yahoo.com
Copyright 1999 by Carlos Carrillo. All rights reserved.