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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 9

Ficzkó continúa sus días en el castillo. Oficiando de bufón, en las reuniones anda con las manos, da vueltas en el aire o danza grotescamente para gracia de los convidados. La Condesa sabe que de ordinario lo encuentra subido a los árboles o encaramado a los altos peñascos, la vista perdida en la inmensidad o fija en alguna bestia que hará su presa.

Con el tiempo desarrolla una extraordinaria fortaleza que impone temor a los habitantes del feudo, pues gusta de la venganza toda vez que alguien, inadvertido, se mofa de él. Se convierte en el ciego ejecutor de los deseos de la Condesa, a la que obedece con mayor unción cuanto más extemporáneas son sus órdenes.

De inagotable curiosidad, gusta de las habitaciones menos frecuentadas del castillo. Se hace experto en reconocer los sótanos y la cantidad de pasadizos que conducen a diversas sendas por las que se llega al bosque y las aldeas vecinas. La Condesa lo sigue con parejo interés, y cuando Ficzkó se interna en algún camino encarga a Jó o a Dorkó ir con él, no por temor a que se extravíe sino para vigilar que no se exceda en su ausencia. Porque en él toda proximidad del espanto despierta atracción. Lejos de paralizarlo, el peligro activa un deseo salvaje, en el que Erzsébet reconoce su afinidad con el éxtasis y la muerte.

the gorgon of zola

A la vuelta de una expedición a la aldea, Ficzkó trae una muchacha a la rastra. Jó explica a la Condesa que la infeliz había dejado escapar una risotada al paso del monstruo y éste la golpeó hasta atontarla. Luego quiso llevarla al castillo y ponerla en manos de ella, quizá para que haga justicia, quizá como un obsequio. Darvulia propone realizar una ceremonia y la confinan a una celda hasta que llegue el momento.


La séptima luna crece en la noche de Csejthe. Cubierta por una capa negra, la Condesa deambula por el castillo hasta que se encamina hacia el subsuelo. Luego de bajar por una estrecha escalera de piedra se orienta por un resplandor al fondo de un pasadizo. Entra en una sala con cirios encendidos en torno a un altar que la bruja mandó construir, semejante al empleado en la misa negra, dispuesto para recibir el cuerpo de la oficiante. Sobre una mesa hay un cáliz, que ella toma en sus manos, bebiendo el contenido. A solas consigo y con las sombras que se forman y deforman en las paredes, habla:

"El trago de este aguardentoso brebaje devora mis entrañas y aviva aún más la sed. ¿Una llamarada de Satán? Nada. Nada. Sólo un ardor que se agranda como las sombras. Esclava del bautizo de sangre, espero su retorno. Ignorante del futuro, sin historia, sé que mi nombre se volverá impronunciable. No importa, provocaré con el silencio, avara como un desierto.

"Soy extraña a este mundo, repartido entre el alto cielo y el infierno tenebroso. Abomino de los temblores del miedo, de los dramas de moral obcecada, del comercio vil de lo pequeño. ¡Silencio! Comience la ceremonia".

En medio de la sórdida habitación, tiesa como una obscena estatua, ningún gesto trasluce sentimiento; los ojos están velados tras los párpados como su cuerpo bajo la capa, los pliegues acompasando apenas el ritmo loco de su palpitación. La espera la atraviesa como una certera flecha que estallara en el corazón iluminando la escoria.

Jó y Ficzkó entran al recinto llevando en vilo a la muchacha desnuda, el rostro desencajado. Cuatro argollas en la pared reciben las ataduras de muñecas y tobillos que la dejan abierta en cruz. Un trapo en la boca impide que grite.

La Condesa abre los ojos y clava una gélida mirada en el temblor de la aldeana. Deja hacer a Ficzkó, que con estertores de imbécil se ensaña introduciéndole astillas bajo las uñas, atravesándola con estiletes, arrancando la piel a mordiscos.

-¡Más, más, más! -exige Erzsébet sin abandonar la tiesura.

Cuando está próximo el desfallecimiento, ordena:

-¡Basta!

Fikzkó queda paralizado, la cabeza vuelta hacia su ama, mientras Jó se desarticula, devuelta a la estopa original.

Despojándose de la capa la Condesa se dirige pausada, solemne, hacia el estrado. Se tiende cara al techo y su desnudez inunda la habitación de un blanco cadavérico.

Ficzkó y Jó desatan la muchacha y la llevan al altar, donde el sexo de Erzsébet es el latido de un abismo. La colocan sobre ella y con cadenas sujetan una a otra. En desangrante horror, la muchacha se convulsiona.

-¡Eso, eso! -vocifera, penetrando con la mirada las desorbitadas pupilas de su otra, su igual.

Darvulia, quien ha presenciado la escena a un costado, se acerca a los cuerpos confundidos.

-Manda.

Empapada en desmesura, Erzsébet recibe el hálito postrero.

-¡Ahora!

La degüella con el acerado filo de un puñal y el rostro de Erzsébet se convierte en una aullante máscara roja. La bruja emite un rítmico sonido gutural y la Condesa canta la plegaria.

Concluida la ceremonia, Jó, Ficzkó y Darvulia abandonan la habitación. Vuelven horas más tarde y retiran el pálido cadáver. Pletórica de coágulos, dibujada con hilos de sangre, Erzsébet sale del trance. Mantiene un suspenso enajenado, hasta que exclama:

-¡Mío es el momento! Acabado el ser individual, el flujo recobra la continuidad. ¡Infinita sea su permanencia!


Pasada la ceremonia, Erzsébet se recluye en su habitación del castillo. Allí pasa días enteros sin siquiera salir a comer; apenas prueba bocado de lo que Dorkó le lleva solícitamente.

Las mañanas transcurren entre baños aromatizados con hierbas traídas por Darvulia del bosque, la unción en la piel con cremas, la tintura cenicienta para el cabello, el peinado y la elección de la ropa. En extremo irascible, no tolera el menor descuido y así es como Ficzkó azota a la criada que no logra cortarle a la perfección las uñas o condena al ayuno a la que no le coloca a su gusto el tramado de perlas que sostiene su levantada cabellera. Hasta que una muchacha, queriendo actuar con premura tropieza y cae sobre ella; entonces la hace encadenar, la somete a tortura y ordena a Dorkó atravesar su corazón con un estilete.

Quizá la enerva que sus deseos no se cumplan al detalle, quizá busca la excusa para desencadenar el hecho de sangre, dejándose llevar alocadamente por su impulso.

Dos circunstancias recientes han producido en ella un vuelco: la ausencia de Ferencz, pues con su muerte desapareció lo que a pesar de transgredido era un continente para el desasosiego. Ahora no sólo carece de límite o freno sino que es la Señora de Csejthe, única y absoluta autoridad del feudo. Otro motivo, derivado del anterior, es que el sacrificio de la aldeana en el sótano es el inicio irreductible de una serie. La muchacha untada con miel o Ilona Harczy fueron, para Erzsébet, acontecimientos con relevancia propia, mientras la ceremonia tiene el peso de la consagración a una infinitud que exige la reiteración para mantener su efecto.

Exasperada, extrema la vigilancia de sí misma, atenta a cualquier indicio que evidenciando el paso del tiempo precipite la urgente repetición de la ceremonia. Preocupación que llega a desvelarla de tal modo que el menor descuido desemboca en un nuevo sacrificio, que pasa a engrosar una cantidad carente de tope. No obstante, y como un insólito refugio estadístico, numera y registra en un cuaderno de notas pormenores de cada mujer sacrificada.

Las tardes de la Condesa son dedicadas al espejo, transformado en intralocutor. Si bien se dirige a él como su otro, o mejor dicho, a la imagen reflejada como su ama, no hay en ella desvelo por un doble imaginario. Tiene clara conciencia de que ésa es ella, y si le habla no se reconoce tanto en la que emite la voz como en quien la recibe. En lo esencial, habla un director de escena, un autor que establece un texto a ser recitado para gloria y perennidad de la Condesa. Es lo más cercano a Dios o a Satán que ha sido capaz de concebir.


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