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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE
Años más tarde, Erzsébet y Ferencz, ya casados, están en la misma posición, en el patio interno del castillo de Csejthe. Comienza un diálogo:
-Amada esposa: cada separación me duele en lo más íntimo, me obliga a debatirme entre el impulso a permanecer contigo, en el orden tranquilo del castillo, y el deber de combatir al invasor otomano, el ancestral enemigo en esta accidentada región de los Cárpatos, sujeta por la sangre a las vicisitudes de la guerra. Pero el destino de Hungría no me impide admirar tus movimientos, la energía con que sabes gobernar la casa, la destreza que has demostrado en organizar y preocuparte de cada detalle. ¿Qué novedad tenemos hoy, de la que aún no me haya enterado?
-Poca cosa, mi afortunado esposo. También yo quisiera tener responsabilidades como la vuestra... pero aquí estoy, atada a las menudencias, no menos que esta infeliz criada, que tuvo la osadía de robar la fruta que te había destinado para el momento de la despedida.
Al fondo se ve a una joven desnuda, atada a una estaca. Casi vacilante, Ferencz pregunta:
-¿Qué ha pasado?
-Te decía, amante esposo, que es responsable de robar en la cocina y ha recibido un justo castigo. Mandé que la fiel Dorkó la atara, untándola con miel, pues la moneda de su afán también será su pago. Convertida en alimento para hormigas, aprenderá a no codiciar la comida del Señor.
-¿Cómo se te ha ocurrido tamaña pena? -pregunta él, perplejo, con un dejo de admiración.
-Lo debo a Darvulia, una mujer que suele venir de los bosques con hierbas para aromatizar las comidas o preparar infusiones. Más de una vez ha curado la insania de los niños.
Al rato, Ferencz ha partido con su escolta, la armadura puesta. Luego de despedirlo, Erzsébet comienza a deambular por el castillo, sale al jardín y va hacia la joven estaqueada.
-La tentación te ha perdido, infeliz. ¿Es que no te habían enseñado, al entrar en la servidumbre, las reglas? Sólo el parecido en los cuerpos nos semejan engañosamente, pero tu rostro no podría ser el mío, ni tu pelo el que acicalo cada mañana, ni en esos pechos duros reconozco los míos, ni estoy en esos muslos de aldeana ni en la oscura hendidura que insinúan. Sin embargo, alimentaste todo eso con mi alimento. El jugo untuoso de la fruta, derramado por tu boca ha corrido en busca de tus entrañas y ahora es sangre en tu sangre perfumada con lo mío. No serán las hormigas quienes puedan alcanzarla, salvemos el error.
Extrae un estilete de un bolsillo. Mira con frialdad los ojos aterrorizados de la muchacha y comienza a perforarla.
-Saco de estos pechos el néctar de mi propiedad, marco las manos que ejecutaron lo imperdonable, atravieso estos muslos para que no se abran sin más a la tosca elocuencia masculina... (Se detiene ante una ocurrencia y guarda la punta ensangrentada). Y será mi mano la que tome de la entrepierna el fluido animal.
La exclamación de dolor deja ver, al ojo atento de la Condesa, un atisbo de éxtasis que la exaspera.
-¿Qué es esa expresión que no reconozco?
Hunde la mano y el cuerpo de la joven se afloja, se contrae.
-¿Qué sucede, mi adorada Erzsébet?
La Condesa vuelve la mirada y encuentra a la tía Klára.
-Tal vez sepas ilustrarme. Pretendo impartir justicia y esta aldeana responde de manera sorprendente. No es sólo dolor el de ella, no sólo furia la mía.
-Deja que Darvulia concluya con destreza mejor aprendida lo que tus manos inexpertas hacen a tientas. Ven conmigo.
Se introducen en las habitaciones del castillo hasta llegar al vestidor.
-Algo me dice que hay emociones que tu bien amado Ferencz no ha sabido despertar.
-Si de saber se trata, conozco esta vida, que no ignoras pues has tomado parte activa en que llegara a ser.
-Intervine, efectivamente, del mejor modo que me fue dado. Pero la vida no es sólo lo que se admite que es.
-Conozco lo que admito, lo otro son golpes sordos que sin alcanzar palabra se debaten en mi interior. Sé de Ferencz, de los niños que le he dado y luego encomendé a tutores para su mejor suerte. A él me debo como esposa a causa del privilegio que me alcanza, no concedido por él sino por las reglas de la nobleza, que no se eligen, se las acepta en su gracia tanto como en su aburrida monotonía. Ferencz, en cambio, hace la guerra y con la sangre por el turco derramada gana en vida, lo compruebo, envidiosa, cada vez que vuelve al castillo. Por esto, lo que dices me sorprende, como también me sorprendió en el castigo ese cuerpo turbado, el estirarse de las comisuras a la sombra de un goce próximo a la muerte.
-¿Querrías experimentarlo?
-Grande sería mi deuda si resto en vida.
Klára la conduce hasta el espejo y se coloca detrás.
-No será un estilete lo que dibuje tu geografía.
Con mano hábil despoja de ropa a la Condesa hasta que sus pechos quedan al descubierto.
-La miel llama a la miel, deja que ahora mis hormigas la hagan suya.
Luego de contornear su rostro desciende, pausada, hasta los enhiestos pezones, rozándolos apenas con los labios.
-¡Más, más, más!
-Despacio, mi pequeña, aprende a reconocer esta blancura de jazmín y el botón de su corola. Busca tu propia mirada. ¿Qué ves?
-Un brillo que se enciende.
-Mía fue esta turgencia, gozo de la tuya, admírala como lo hago contigo, la tienes ante ti.
Las manos de Klára buscan sin apuro, deteniéndose en cada rincón, en cada curva iluminada de luz nueva.
Sin saber el momento en que Klára se desvaneciera, Erzsébet ha quedado a solas. Con sus ojos la busca hasta encontrarse, en la luna del espejo penetrada.
-Hubo un instante, un efímero instante en que me vi, vi el éxtasis. Consumado es un fuego mortal que se apaga al encenderse, pero interminable mientras encrespa la sangre.
Llevada por un impulso, sale a medio vestir en busca de la muchacha estaqueada. Encuentra a la bruja Darvulia que acaba de darle muerte.
-¿Qué has hecho? -pregunta fuera de sí.
-He concluido la tarea, mi ama.
-¿Cómo es que una misma muerte abre mi vida y cancela la suya? ¿Cómo interviene el dolor entre una y otra? ¿Has visto su éxtasis?
-Lo he visto, pero la infeliz carecía de alternativa. Decidiste castigarla y era impropio hacer del castigo virtud.
-Pero ese castigo fue mi virtud.
-Tú eres la Señora, te es lícito perpetuarte.
-¿En lo efímero?
-Eternamente.
Un brillo, ceniciento como su cabello, se enciende en la mirada de la Condesa, que no quita los ojos de la joven exánime.
-Presencio la diferencia: Sé de mí, del éxtasis en el espejo, esta infeliz lo ignoró en vida. Pero si yo he regresado al tiempo y al espacio cotidianos lo de ella es sin retorno, un goce carente de medida, infinito en la muerte. Soy testigo y agente de este fuego que devora y resplandece en medio de lo extraño.
-Admirable Señora, de un golpe te instalas en la entraña del misterio porque el Destino te ha llamado. Destino escrito desde un tiempo inmemorial, que las brujas desciframos.
-Explícate, Darvulia, que si hoy es día de descubrimientos, éste sería el mayor. Pero no olvides que soy tu Señora, la que dispone de ti.
-De mi persona enteramente, mas hay fuerzas superiores que nos gobiernan. ¿Sabría acaso escucharte el Soberano Isten, Dios del árbol y del pájaro o éste es asunto del tenebroso Ördög, al que nosotras veneramos asistidas de perros y gatos negros? El lobo, el dragón, el vampiro escapados del exorcismo, forman nuestra corte y lejos de serte ajenos son la entraña blasonada de tu entraña.
-¿El vampiro por su apetencia de sangre? Ya enfurezco.
-Dame el tiempo de un respiro para recordarte los componentes del blasón de los Bàthory, dejando para el final a ese vampiro que te consterna: Del confín asiático llegó el dragón enroscado, que echando fuego por su boca es emblema de los Bàthory, igual que los tres curvados colmillos de lobo insertados en una quijada, que más allá de la alcurnia familiar anuncian la letra inicial de tu nombre. E. Bàthory, por lo tanto, está inscripto desde mucho antes de tu concepción como designio de quien encarnaría la suprema virtud de anudar el éxtasis, que es el fuego de un sol de seis puntas, con la muerte, la ominosa medialuna, ubicados a izquierda y derecha del blasón.
-¿Porqué esa luna?
-Llegaste al mundo en 1560, en la confluencia de Venus y Saturno, a quienes debes el semblante de umbrosa hermosura, y al abrir los ojos te envolvió la palidez creciente del séptimo ciclo lunar. Las alas de águila, que en el emblema coronan el círculo del dragón, hacen ver al entendido que esa forma desfiguró cristianamente las membranas desplegadas del vampiro. Si en esta conjunción toda luna es sangrante, la séptima es atroz.
-Dejaré que estas cosas se asienten. Quédate por ahora con mi silencio.
Esa noche, Erzsébet da vueltas en el lecho sin conciliar el sueño. Cuando al avecindarse la madrugada puede hacerlo, improbables murciélagos y dragones alados comienzan a cruzar el espacio de la habitación, hasta que en un momento distingue el rostro inmóvil de Anna Bàthory, su madre, con la mirada perdida en algún incierto lugar del horizonte. Ha envejecido; el pelo -que fuera de un vigoroso rizado castaño-, está encanecido y sin fuerza, el rostro surcado por incontables arrugas. Lejos de mantenerse erguida, como siempre, su espalda se ha doblado. La llama sin obtener respuesta; quiere gritar con desesperación pero no emite sonido. La anciana parece declinar en medio de un completo silencio. En un momento, Erzsébet percibe con espanto que el cuerpo de su madre ha comenzado a licuarse, hasta que sólo queda una mancha oscura que se agranda envolviendo todo, como si ella misma desapareciera tragada por una gran boca y llegase a las entrañas de un ser desconocido. Comienza a ahogarse cuando despierta, bañada en sudor.
Algunos pantallazos de la visión persisten por la mañana durante su paseo a caballo y se van dislocando al correr de las horas; no obstante, con machacona insistencia golpea en su conciencia la palabra “entraña”.
Esa tarde, a Erzsébet se le impone cambiar de aire. No se lo confiesa, pero la bruja Darvulia la inquietó hablándole del Destino.
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