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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 12

La noticia corre como un reguero de pólvora: Darvulia, la vieja vampírica que habitara el corazón del bosque y por la noche aullaba a la luna rodeada de un coro de gatos y perros negros, acaba de morir. Si bien todos mentan su pacto satánico, nadie la conocía; sólo saben que llegada de la región de Sárvár estuvo atenta a los pasos de la Condesa hasta introducirse en el castillo. Era fama que había infundido el espíritu maléfico en la Señora al dedicarle una plegaria, escrita en la piel de la cabeza de un recién nacido ofrendado a Ördög en una misa negra. En la aldea la tenían por causante de las herejías cometidas en el castillo.

Con su desaparición se afloja algo del miedo que la población siente por Ördög, diablo del bosque, mayor aún que el temor reverencial hacia la Señora del Feudo. Janós Ponikenus encuentra en ello motivo para visitar a la Condesa; también él confía que ha de haberse disipado la alianza satánica.

the world in the serpent's caress

Largos días pasa el sacerdote en su visita y a su retorno se lo ve distinto, algunos dicen que consternado pero en paz, otros que extrañamente distendido, pero todos advierten lo evidente: ya no se devana como hasta entonces por desentrañar el arcano del alma, ya no declama desde el púlpito la contradicción y síntesis entre cielo y tierra.

La vida parece, efectivamente, encaminarse de un modo tranquilo. Ficzkó deja de frecuentar la aldea, Jó y Dorkó no preguntan sobre muchachas de otros poblados.

Meses más tarde, el sacerdote está entregado a las diarias invocaciones a la Virgen cuando su asistente entra precipitadamente en la iglesia.

-Disculpa, mi señor, que interrumpa vuestra oración, pero dos importantes personas reclaman hablar contigo.

Al darse vuelta, Ponikenus divisa dos siluetas en la entrada, recortadas a contraluz. De inmediato reconoce al de mayor estatura, de pelo y barba rojizos. Se dirige a él:

-Señor Megyery, tutor del niño de la Señora Condesa, vuestra visita me distingue.

Permanece un instante mirando al segundo, quien se presenta:

-Palatino György Thurzó.

-No tenía el honor de conoceros, pero guardo en la memoria los comentarios de la deslumbrante boda de vuestra hija Judith, que se extendiera los nueve meses de gestación del hijo concebido luego de la bendición cristiana. ¿Es que hay alguna razón para que reclamen mi servicio? Sería una honra.

-Si hemos venido hasta aquí es, obviamente, para requerir algo de ti, aunque no lo que supones -responde Megyery, cortante.

-Estoy a vuestra disposición, aunque ignorante de en qué podría serviros. Les ruego me acompañen a mi humilde casa.

Ponikenus los conduce hasta sus habitaciones, los invita a sentarse en las rústicas banquetas que rodean la mesa, les ofrece un vino que los visitantes aceptan.

-Mencionaste mi condición de tutor de Pál, hijo menor pero primer descendiente varón de la Condesa, destinado a conservar el linaje y heredero del feudo cuando alcance la mayoría de edad. En tanto, claro está, me corresponde la autoridad, que ejerceré de modo implacable extendiendo la recta moral en esta región de los Cárpatos, hasta ahora dominada por la sinrazón pagana. El Palatino Thurzó, en tanto, es primo de la Señora Erzsébet. Ambos queremos enterarnos por tu boca de los sucedidos en el castillo, pues han llegado comentarios a nuestros oídos.

-Tratándose de ello, debo calmar vuestra inquietud. Cierto es que hubo un tiempo en que corrieron funestos rumores acerca de mujeres desaparecidas...

-También sabemos que comprobaste por tus propios medios que se cometieron asesinatos. La gente de la aldea es locuaz cuando los Señores queremos averiguar y nos han dado vuestra referencia. Te pedimos vayas al grano. Tu propio asistente te ha visto tomar detallada nota de los sucedidos.

Ponikenus siente desmoronarse su intimidad. El cuaderno había crecido a la sombra de los crímenes. Ante lo ineludible, hace un pormenor de los descubrimientos, para luego concluir:

-Si de comienzo dije que os calmases no fue por interés de ocultar nada, sino porque han desaparecido los motivos de tan sacrílegas prácticas.

-¿Concluido?

-No hace mucho murió la bruja Darvulia, de cuyo pacto satánico derivaron las atrocidades. Con su desaparición volvió la tranquilidad a la aldea, concluyó el maleficio. Pude comprobarlo personalmente en la visita que hice a la Señora en su castillo y debo decir, en su honor, que me recibió con suma amabilidad. Tengo por seguro que su difundida severidad esconde un alma sensible.

-Lamentablemente -interrumpe Thurzó- nuestra certidumbre es contraria a tu punto de vista. No ignorábamos la desaparición de aldeanas en el territorio del feudo, pero el acatamiento de los siervos los obliga al sometimiento a los Señores, y así como obtienen seguridades y protección mucha sangre se derrama en las contiendas con el turco y de otras formas. Aunque tengamos opinión sobre ello, no nos incumbe tomar cartas. Pero ahora es distinto.

-¿Distinto?

-Efectivamente. La muerte de Darvulia quizá haya traído sosiego a la región, pero otra mujer, de superior malicia, la ha sustituido.

El sacerdote enrojece de vergüenza por su candidez. Rápidamente comprende que ganado por sus sentimientos ha querido justificar a la Condesa como antes lo hiciera con la aparición de la Virgen. A su pesar, admite para sí que debiera distinguir una situación de otra.

-Debo disculparme, pero en mi estancia en el castillo nada supe de una persona como la que aludís.

-Es la siniestra Erza Majorova, oriunda de Miawa; los inquisidores la han buscado por años. Una bruja escurridiza, permanentemente amparada en las sombras y no sólo en ellas, pues debemos admitir que muchos señores de la nobleza la han consultado a cambio de protección y otros favores. Hasta que llegó a oídos del Santo Oficio y comenzó la persecución, sin que lograran echarle el guante. Ella es la responsable de lo que ocurre.

-¿Puedo saber en qué consiste?

-Te lo diremos, pero has de tener en cuenta que a cambio de nuestras noticias llevaremos las vuestras, asentadas en el cuaderno. Son pruebas que como Palatino debo tener en mis manos.

-Sólo pido, señor, si debe ser de este modo, consideren sólo los horribles datos que allí constan, pero que mis variadas disquisiciones sobre lo divino queden a buen resguardo; se trata de los misterios y la doctrina cristiana.

-No te preocupes, que esos asuntos no nos competen -tranquiliza Thurzó al sacerdote.

-Sucede -toma la palabra Megyery-, que la bruja Majorova ha convencido a la Condesa que los rituales practicados con sangre de aldeanas no surten efecto... sabrás que son ceremonias en las que persigue lo eterno. Esa maldita ha dicho a la Señora que esa sangre es inoperante, que el ritual sólo tiene efecto con sangre igual, es decir, de mujeres nobles. Esa es la razón por la que vuestra región vive tranquila. Ahora son ésas las mujeres sacrificadas.

-Esto ha llegado a saberlo el Rey Matthias -tercia el Palatino-, quien me encomendó investigar.

-¿Pero no es que como con Darvulia, ella responde ahora a la otra bruja?

-Efectivamente.

-Por lo tanto -argumenta el sacerdote-, se trata de apresar a la endemoniada y no a la Condesa. Quitado Satán del medio, habría solución.

-Dos razones se oponen a ello -continúa Thurzó-: La primera es que si los inquisidores le dieran caza en el castillo de Csejhte, la Condesa sería procesada como posesa, las pruebas son incontestables. En ese caso le espera la hoguera y nuestra intención, por el bien de la alcurnia de los Nádasdy-Bàthory en particular y de la nobleza en general, es evitar el oprobio; debe ser castigada pero otra ha de ser su pena. En segundo lugar y en relación con lo anterior, su Alteza no está dispuesta a pasar por alto los crímenes cometidos con mujeres nobles.

-Aunque éstos sean los reales motivos, encontraremos una vía para juzgarla acusándola de torturas y muertes en cantidad con muchachas de las aldeas, manteniendo en secreto el verdadero escándalo. Sabemos de tu condición de sacerdote probo, por lo que apelamos a vuestro silencio. Nos valdremos de tu cuaderno de notas, que te pido nos lo entregues.

Ponikenus busca el cuaderno y lo entrega, rogando nuevamente sean mantenidas a resguardo sus personales disquisiciones.

Megyery y Thurzó leen con atención y luego se dirigen al sacerdote.

-No habrá dificultad en callar lo que no quieres sea mencionado. Las cuestiones de doctrina teológica no son nuestra incumbencia. Pero usaremos generosamente tus descubrimientos de cadáveres mutilados -dice el Palatino.

-El plan es el siguiente -agrega Megyery-: Se avecina el fin del 1610. Con el aparente motivo de celebrar la llegada del nuevo año el Rey aceptará personalmente el formal convite que la Condesa cursa a la alta nobleza y vendremos a un banquete en el castillo. Ello posibilitará acompañarnos de alguna división del ejército sin despertar sospechas y reducir de ese modo cualquier atisbo de resistencia armada. Tú mismo formarás parte de la comitiva, pues serás parte activa de las presentaciones ante el tribunal que de inmediato habrá de formarse.

-Pido ser relevado de tamaña empresa. No soy quien para compartir la mesa con el Rey -balbucea el sacerdote.

-Lo serás, lo serás, estimado Ponikenus. En este momento recibes el nombramiento para trasladarte a Viena y entrar en funciones eclesiásticas en la corte. Aquí está el pliego. El Rey Matthias está empeñado en que los habitantes de villas y aldeas profesen libremente su religión, siempre dentro del cristianismo claro está, sea la doctrina protestante o católica; precisa de todos para instrumentar un riguroso, moral y extendido saneamiento del mal. Tu proximidad con el pueblo será, lo descontamos, un valioso aporte.

Mientras Ponikenus siente que algo fundamental de sus anhelos se disgrega, otros, hasta entonces impensados, comienzan a tomar forma.


Una vez a solas, la noche avanza sin que un pensamiento nítido le venga en ayuda. Desde que descubriera la Vita de Hildegarda se había aficionado a los testimonios de místicas y profetas. Margarita de Cortona, Umiliana de Cerchi, Angela de Foligno, Vanna de Orvieto, Brígida de Suecia eran mujeres poseídas por las visiones de Cristo, cuyo fervoroso amor las habían llevado a enfrentar el poder de papas y emperadores. Se aboca a la lectura de las cartas de Catalina, nacida en 1347, cuando la peste negra asolara Europa. De fuerte carácter, ya de niña se distingue en la práctica de un severo ascetismo renunciando casi por completo a alimentarse, porque su ingesta consiste en la sangre del Señor. Aparecido ante ella una noche de pasión divina, el Hijo de Dios le abre el pecho y extrayendo su corazón coloca el suyo, quedándose con el de Catalina. Inmersa en la sangre regeneradora a nada ni a nadie teme. Ponikenus no puede menos que envidiar ese arrojo de mujer, tan distante de la facilidad con que él aceptara el tentador nombramiento que lo trasladaría a Viena. Una entre los veinticinco hijos de un modesto tintorero de Siena, compartió hasta el útero materno con una hermana gemela, muerta a poco de nacer, como muchos de sus hermanos debido a la peste. No tuvo oportunidad de recibir educación. No obstante, su ignorancia se troca en sabiduría luego de la transfusión de corazones. Su voz, sus cartas y su acción política se convierten en vehículo de las órdenes y admoniciones del Hijo de Dios.

En medio de la Guerra de los Cien Años le escribe al Papa Gregorio IX: Tened misericordia de tantas almas y cuerpos que perecen, oh pastor y guardián de la sangre de Cristo; no os retraiga pena ni vergüenza ni vituperio que os pareciere recibir, ni temor servil, ni los perversos consejeros del demonio, que no aconsejan sino en guerras y en miserias... Ay, padre mío, desventurada mi alma, pues mis iniquidades son causa de todo mal; y parece que el demonio se haya enseñoreado del mundo, no por sí mismo, que él nada puede, sino por cuanto nosotros le hemos dado. Adonde quiera que me vuelvo, veo que todos le llevan las llaves del libre arbitrio con perversa voluntad; a los seculares, religiosos y clérigos, con soberbia correr a las delicias, estados y riquezas del mundo, con mucha inmundicia y miseria. Pero sobre todas las demás cosas muy abominables a Dios que yo veo, están las flores plantadas en el cuerpo místico de la Iglesia, que deben ser flores olorosas, y la vida el espejo de su virtud, degustadores y amantes del honor de Dios y de la salud de las almas. Y ellos, en cambio, arrojan hedor de toda miseria. Y amantes de ellos mismos reúnen los otros defectos suyos con ése... Ay, hemos caído en el lado de la muerte.

Impactado por su resolución, Ponikenus progresa en la lectura hasta detenerse en otra carta, donde Catalina dice el modo en que asistiera a un condenado a muerte, insuflándole un reconfortante amor a Dios: Pero la desmesurada y abrasadora bondad divina le creó tanto afecto y amor en el deseo de Dios que no sabía estar sin él, diciendo: "Estate conmigo, y no me abandones. Así estaré bien, y muero contento". Y tenía la cabeza sobre mi pecho. Yo entonces sentía júbilo y olor a sangre suya; y no era esto sin el olor de la mía, la cual yo deseo derramar por el dulce esposo Jesús. Y creciendo el deseo de mi alma, y sintiendo su temor, dije: "Confórtate, dulce hermano mío, pues pronto llegaremos a las bodas. Tú irás bañado en la sangre dulce del Hijo de Dios, yo te espero en el lugar de la justicia"... Cuando él llegó como un ángel manso, viéndome comenzó a sonreír y quiso que le hiciera la señal de la cruz. Y recibida la señal, dije: "¡Abajo! ¡A las bodas, dulce hermano mío! Que pronto estarás en la vida durable". Púsose boca abajo con gran mansedumbre y yo le extendí el cuello, e inclinéme abajo y recordéle la sangre del cordero. Su boca no decía sino Jesús y Catalina. Y diciendo así recibía la cabeza en mis manos, cerrando los ojos en la divina bondad y diciendo: "Yo quiero". El era entonces Dios-y-hombre, como si viera la claridad del sol; y estaba abierto y recibía la sangre. En su sangre un fuego de deseo santo, encendido y oculto en el alma por su gracia. La recibía en el fuego de su divina caridad. Luego derramó la sangre y el deseo suyos, su alma... ¡Oh, qué dulce e inestimable de ver era la bondad de Dios! ¡Con cuánta dulzura y amor esperaba aquella alma partida del cuerpo! Volvióse el ojo de la misericordia hacia ella, cuando vino a entrar dentro del costado bañado en su sangre, la cual valía por la sangre del Hijo de Dios... Pero él hacía un acto dulce como para atraer a mil corazones. Y no me maravilla, pues gustaba también yo la divina dulzura... Repuesta mi alma reposó en paz y calma, en tanto olor de sangre que yo no podía pensar en quitarme la sangre que me había venido de él. ¡Ay de mí, mísera miserable! No quiero decir más. Quedé en la tierra con grandísima envidia... Y no os asombréis si yo no os impongo más que veros inundados en la sangre y en el fuego que vierte el costado del Hijo de Dios. Ahora, no más negligencia, pues, hijos míos dulcísimos, que la sangre de Jesús comienza a verterse.

Cuando la bruja es vigía de su hora Ponikenus está sumido en el sopor del numeroso aguardiente. En un momento distingue su figura descendiendo, antorcha en mano, al sótano escenario de Csejthe, impregnado de un empalagoso hedor a sangre y podredumbre. Se ve ingresar al reducto salpicado de coágulos. A un costado la jaula despide una embriagadora pestilencia; una artesa de considerable tamaño, llena de costras, oculta a medias el cadáver de una muchacha desorbitada. La moviente luz de la antorcha dibuja grotescas siluetas en la piedra de los muros con los instrumentos de tortura.

Deambula a los tumbos, pisoteando carne desgarrada, llamado por un sonido gutural que paulatinamente se aclara hasta volverse límpido:

-Disipa tu sorpresa, fiel seguidor, soy Catalina, la Virgen, la Señora.

-¡No, no, no! -vocifera, ahogado en el propio silencio, mientras la espléndida Mujer le extiende las agujas de su mano.


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