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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 11

En la aldea, los comentarios sobre lo que sucede en el castillo dejan de ser murmuros. Sabedores de la fiereza de Ficzkó, los padres encierran a sus hijas cuando lo ven merodear por las calles, a la vez que llegan a sórdidos acuerdos con Jó Ilona y Dorkó, a las que a cambio de tranquilidad para sus casas instruyen acerca de la población de jóvenes en las aldeas vecinas. En nombre de la sumisión a la Señora de Cejthe ponen a salvo a sus propias familias y dan curso a viejos rencores. El tránsito de muchachas hacia la escarpada cima se vuelve habitual y termina por merecer una atención apenas diferente a la dedicada a los envíos del diezmo en ganado, cereales o frutas. Ponikenus, en tanto, absorto en sus investigaciones sobre la transfiguración de las almas, parece no tener noticia del horror apaciguado en su medio.

La espesa calma sólo se sobresalta la vez que los pobladores ven llegar un carruaje portando una extraña carga. Cuando los conductores y escoltas se apean en la plaza para aprovisionarse de alimentos, la gente se agolpa para apreciar el cargamento. Algunos levantan las telas que cubren la forma abultada y descubren una enorme esfera hecha con barrotes de hierro, provista en el interior de afiladas salientes. Al emprender nuevamente el camino, rumbo al castillo, los aldeanos intercambian miradas de muda elocuencia y vuelven a sus tareas.

the serpent of fire

Advertida de la inminente llegada, Erzsébet sale al adoquinado patio central. Ni bien ingresa el carruaje ordena llevar la jaula al sótano, donde ha hecho instalar un sistema de poleas para colgarla del techo y se retira a su habitación, seguida de las criadas.

Por la noche baja al comedor donde le sirven un banquete, especialmente preparado. Se embriaga con un vino espeso, guardado en la bodega desde el casamiento con Ferencz y al concluir la cena gusta con fruición del postre amasado con hiervas y leche de su baño. Dorkó la ayuda a regresar al dormitorio, donde permanece hasta que al avecindarse la madrugada Darvulia golpea a su puerta para avisarle que ha llegado el momento. Antes de retirarse sale al pequeño balcón; acodada en la balaustrada deja vagar la mirada por las imponentes siluetas de las montañas, dibujadas por el creciente de la séptima luna. Lleva puesto un largo vestido blanco, iluminado de un despejado resplandor. Cuando Darvulia reitera el llamado abandona la habitación y se dirige al subsuelo.

El recinto ha sido preparado según su designio: los cirios ardiendo en círculo, sahumerios exhalando aroma a incienso, en el medio el espejo con forma de silueta femenina y a un costado la jaula, depositada en el suelo. Avanza hasta situarse frente a la luna de plata mientras Ficzkó, Jó y Dorkó, en un rincón, parecen inanimados.

Luego de permanecer tiesa comienza a levantar las manos; pausadamente recorre sin tocar el propio contorno con los dedos afilados y extiende verticalmente los brazos. En lo alto, las manos dibujan ahora el compás de un silencio voluptuoso hasta que el espacio se estremece con el son de la plegaria. Las manos de la Condesa se crispan cuando un aullido interrumpe el éxtasis. Jó y Dorkó, que se habían retirado, acaban de ingresar arrastrando una joven desnuda. Ficzkó, inmóvil, dirige a la Condesa una mirada expectante. Mientras Darvulia abre la puerta de la esfera Dorkó amordaza a la víctima, la que al ser empujada hacia la jaula produce convulsionados movimientos de resistencia. Una vez dentro extienden sus brazos en cruz, sujetándole con argollas las muñecas, a espaldas de las puntas aceradas. Erzsébet acompasa el ritmo de la plegaria con un contorneo que sigue la desesperada agitación de la muchacha. Jó manipula unas cadenas y el artefacto se eleva; luego, merced a otro juego de poleas lo desplaza horizontalmente, hasta detenerlo bajo la bóveda que domina la habitación, por encima de la Condesa.

Cuando deja de oírse la plegaria se produce un pesado silencio. Erzsébet mira fijamente a su otra del espejo:

-Habla, mi ama. Atenta estoy, asistida por una luna que es reflejo como la imagen que de mí devuelves. Aprecio este fulgor que reverbera pero atención, atención que una mirada distinta me anhela.

Levanta la vista mientras, desde lo alto, la muchacha no se sustrae al movimiento inverso y con ojos aterrados busca los de la Condesa.

-Estamos las tres que somos dos, una. ¡Darvulia, te ordeno!

La bruja se acerca a Ficzkó, lo toca y éste cobra vida. Toma una lanza y desde un costado, sin invadir el espacio de la Condesa comienza a punzar la víctima, que se pone roja en sangre mientras la jaula se bambolea como un péndulo. Azuzada, la muchacha termina por hacer un violento movimiento y las puntas penetran su carne por detrás mientras el espejo reitera las contorsiones simétricas de la Condesa, quien al quedar la otra exánime vuelve a la tiesura.

La lluvia roja tiñe el blanco impecable del vestido. El cadáver desangrado empalidece como una luna.

-Erzsébet: ¿Quién eres tú? -exclama, sin apartarse de la mirada del espejo-. ¡Aquí! ¡Aquí estoy! ¡En mí, fuera de mí! ¡El cuerpo discontinuo enajenado!


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