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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 14

Llega al castillo de Csejthe una comitiva integrada por Thurzó, Megyery, Gáspár Bajary -alcaide de Bicse-, Teodosio Sirmiensis -juez real llegado de Presburgo- y autoridades eclesiásticas. Llevan consigo el dictamen del juicio, pero una vez ingresados permanecen en el vestíbulo. Encomiendan a un monje, que en el proceso tuviera a su cargo el registro escrito de los testimonios, comunicar lo resuelto a la Condesa. La custodia armada dispuesta para su vigilancia lo conduce hasta el dormitorio, donde Erzsébet se encuentra recluida.

Al entrar al recinto, el monje la encuentra contemplándose en el gran espejo con forma de ocho. Sin apartar la vista de sí misma le solicita, imperativa:

-Te pido digas el dictamen.

the serpent's demise

-Señora Condesa Erzsébet Bathory: El Supremo Tribunal, constituido por Matthias II, Rey de Hungría, luego de considerar las confesiones y testimonios presentados os encuentra culpable de horribles crímenes contra la sangre femenina; al menos seiscientas diez muchachas, según se desprende con precisión de la crónica por usted misma consignada de puño y letra en un cuaderno de notas. Considerando que los cómplices fueron Ficzkó, Jó Ilona y Dora Szentes, -apodada Dorkó- se los condena a que el verdugo les arranque los dedos con tenazas, porque con ellos cometieron atrocidades; seguidamente se los quemará en la hoguera. En cuanto a ti, se ha resuelto emparedarte en el dormitorio de este castillo para que allí finalices tus terribles días.

-¿Es que no han advertido que Ficzkó, en su imbecilidad, no es responsable de sus actos? Lo suyo ha sido cerrada obediencia a la Condesa. Pido revean ese punto y lo confinen conmigo.

-La decisión de su Majestad es irrevocable.

-Su Majestad... Su Majestad... que no ha tenido a bien enviar más que a un pobre monje --dice ella desviando por vez primera la vista del espejo y fijando en él sus ojos.

-Señora, no parece conmoverte el dictamen más que en lo concerniente al monstruo. En cuanto al voto de pobreza diré que me honra, aunque no sea ése el tono de sus palabras.

-No lo es. Si digo pobre no es pobreza material la que aludo sino a vuestra pobre condición de persona que se cree al servicio divino.

-Le he consagrado la vida.

-También yo. Pero tú has hecho voto de castidad, crees que la abstinencia te abre la puerta al cielo cuando sólo huyes de enloquecer en la muerte pequeña. Yo, en cambio, en lo violento abrí el corazón de la muerte y hallé la divinidad.

-Estás culpada de matar.

-Menos que vuestras hogueras, en las que ardieron millares de leprosos, judíos y mis madres, las brujas.

-La tuya es obcecada herejía. Estás manchada de impureza.

-Aprende a distinguir, hombre ajeno al mundo, lo que el monasterio no te enseña. Antes que a nada permanezco atenta a la pasión que me consume. No me quise impoluta en lo que llamáis virtud y sólo es miedo, sino abrasada por el fuego que purifica.

-Pero eres culpable.

-¿Acaso dirías qué es la culpa? ¿En qué consiste?

-Asesinatos a mansalva te condenan, en cantidad desproporcionada.

-¿Qué sabes de la divina proporción? ¿Cuál es tu pobre proporción de monje?

-El servicio de Dios, nuestro Señor, que manda no matar.

-Tu fe simplifica las cosas, desgraciado.

-Tú has perdido la gracia, por demás. Eres culpable.

-Si digo pobre monje es porque la culpa te concierne. Tuyo es el pecado, no mío. En el pecado vives, ajeno a la eternidad que pregonas. No es con arrepentimiento que se alcanza lo divino, la cobardía no salva.

-El Señor dispone quien merece castigo eterno.

-¿El Juicio Final? ¿Y pretendes que sea éste mi fin? ¿Quién eres y quiénes ellos para disponer del fin?

-La culpa te condena.

-Que sólo habita en las cabezas culpables, como es la tuya no menos que la del timorato de vuestro Rey, que ni se atrevió a interrogarme.

-Señora, consideras la noble prerrogativa como licencia, pero has colmado la medida.

-Ninguna, ninguna. He ganado el lugar por el que se me condena. De no estar enceguecido lo percibirías.

-Explícate.

-Vuestra zarandeada culpa ha creado el pecado y éste el castigo. No hay más que ignorar la primera para que la patraña desaparezca. Codo a codo con los Señores del reino habéis hecho un vasallo del hombre libre, un siervo del servidor. Me sirvo de esto para mis fines, pero soy extraña a ese asunto de hombres.

-¡Mi Dios!

-Poco ganas invocándolo, que no vendrá como vino a mí el saber de lo divino.

-¡Satanás!

-Como quieras. También soy loba, alimaña o vampiro, y en verdad que prefiero estos epítetos. ¿Qué saben ustedes de la muerte a no ser que se produce en el decapitado o en el consumido por la peste? ¿Qué saben de la muerte verdadera, la que es también éxtasis, loca violencia y antesala de lo eterno? Seiscientas diez desgraciadas fueron la ofrenda a lo que permanece.

-Blasfemas.

-De eso hablo, con la diferencia de que aquí estoy, Condesa Bàthory, sabedora de la conjunción, de lo que apagándose perdura, de la muerte que enciende un brillo de luna en el ojo de quien se atreve a mirar. ¿A quién mira el crucificado?

-A Dios Padre.

-Mentiras. El mismo clamó, desesperado: "Padre, ¿porqué me has abandonado?". Su mirada se rindió cara al hombre. Mis ojos saben el misterio, no abandonaron el suplicio contrario, atravesado de horror. Y con los vuestros, enrojecidos de hurgar la Biblia, queréis juzgarlos.

-Pura blasfemia. La nuestra es vida que debe ofrendarse al Señor.

-No te equivoques. Mi alianza con Satán no es por blasfemia o rebelión. No odio a vuestro Dios porque carece de potencia, su nombre me es indiferente. Si de lo sagrado se trata, sagrada es mi condición, porque lo divino es la transgresión sin límite en sexo y muerte, de la que me acusáis, la misma que les produce un horror de atracción irresistible. El mío es el mundo del exceso, de donde proviene vuestro Dios condenatorio. Juzgarme es una forma de la desmemoria. ¿No soy acaso la Señora? ¿No me asiste la virtud de saber y estar en vida? Soy la sangre derramada que en mí vive, no la estéril ofrenda al Dios yermo. Me fue consagrado el rito que se perpetúa en éxtasis porque lo tolero sin desfallecer. Ignoro dónde voy, más aún, me habéis dado la gracia de ya no ir. Aquí estoy, no me miras, te acobardas y me afirmas. Pero el espejo me asiste.

-Quedarás emparedada. Es tu fin.

-Sea esa voluntad, no me es extraña, mucho tardé que lo comprendieran. Sólo quiero esto, vayan ustedes a la muerte culposa. Dejo atrás las supersticiones de cuerpos trabajados por la renuncia y el gasto de las edades. Soy mi Destino, Condesa Erzsébet Bàthory, flor extrema en apasionada búsqueda. Mi fin es el comienzo, comienzo de mi fin. En el séptimo ciclo, la luna sangra por mí.

El monje se retira. A solas, la Condesa recita:

La luna crece en silencio
sin estrellas ni mañana
mientras la sangre ha encendido
aullidos de loba y llama.

Más allá de los castillos
los dragones aún callaban
por mujeres atraídas
deseosas de ver su ama.

Náufragas entregadas
a una corriente contraria
que estremecen al conjuro
de una roja luna blanca.

Condesa, estaba soñando
por mi anhelo atravesada
al son de la fría noche
por la noche enlutada.

Concreta frente al espejo
crispado en mis manos altas
sólo quiero estar despierta
al fulgor de la mirada.

De niña iba gimiendo
en frenesí derramada
mientras ganaba la danza
como zíngara sin raza.

Sabedoras del martirio,
siete lunas congeladas
y un sol ciego por lo negro
que la negrura agotaba
con rayos que son de bruma
y se rinden en la fragua.

La tierra seca se extiende
obscena, ensimismada,
con el clamor aplacado
de una sed que se derrama.

Erzsébet, estoy mirando
mi blanca luna de plata
y sólo veo insistir
un arcano que no descansa.

Reina de siete lunas
tendidas sobre mi cama,
toda la estancia sufría
lo múltiple que se estanca.

La dura piedra sepulta
  a gente que ya no llama
    o levanta para siempre
      monumentos de ignorancia.

Humedad de los rincones,
terciopelo que anonada
y un fulgor de la tristeza
que los hombres, ebrios, callan.

Condesa, entré majestuosa
en la muerte silenciada
más allá de los amores,
turbia de vidas lejanas.

Espejo, quítame estos ojos
ausentes de madrugada.
Nada hay más que ver,
sólo esta niña que se apaga.


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