Bathory Crest

Bathory Site FAQ
Countess Facts
Black-on-White
Past Announcements

Portrait 1600
Who Is Real?
Photos 1992 More
Photos 2001 More
Photos 2004 More
Panorama 1992
Use Limits

Cologne Journal
Original Scenario
Codrescu Scenario
Journals 1992 2001
Journal 2004 (PDF)

Bibliography
Miller: E. & Dracula
My Deux Essais
My Cloak Story
Wouters: Carpathian... Pérez: Siete Lunas...
Carrillo: Legado...
Prayer of Erzsébet
Fans of Erzsébet
Art Gallery

Csárdás
Sing to Me Detritus of Mating
My Music
My Home Page
"We Are All Mozart"
Contact Me

 
 

previous | next | home


Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 10

El clérigo Janós Ponikenus, quien se negara a cumplir el deseo de la Condesa en el entierro de Ilona Harczy comienza a escuchar, de boca de los fieles, rumores que corren en la región, aunque en principio se resiste a darles crédito; siempre ha querido pensar que la dura severidad de la Condesa se debe al celo de su condición. Pero concluye convenciéndose de que las muertes de las que le hablan no pueden tener otra causa que un satánico ensañamiento, al sumar a esos dichos lo que sus ojos descubren: reiteradamente es conducido por siervos del feudo hasta zonas del bosque a las que pocos se atreven, por ser fama que son dominios de Ördög, donde le enseñan, atemorizados, túmulos que sugieren apresurados entierros. Una noche se hace acompañar por su asistente y cavan la tierra fresca hasta que dan con cadáveres de muchachas mutiladas.

Cierta vez, a la vuelta de un viaje a Viena baja a la cripta donde yacen los restos del Conde Országh de Giath, dueño del castillo antes de la venta a la familia Nádasdy. Un olor nauseabundo lo conduce, más allá de la tumba del Conde, hasta un rincón donde encuentra otros cadáveres, precariamente ocultos por unas mantas, acumulados al apuro antes del entierro.

the eye's compass

Luego de meditar la alternativa de dar noticia a las autoridades reales prefiere callar, víctima de la acendrada reverencia feudal o, lo que es igual, del miedo. En sus cotidianas oraciones a la Virgen da curso a sus confidencias. También en su cuaderno de notas -igual y contrario al de la Condesa- que llena con apuntes obsesionados y extractos de un manual de la Inquisición.

En la primera entrada sobre el tema puede leerse: Visito a la Condesa en el castillo para recibir la contribución. Me reprocha ásperamente, una vez más, la negativa a sepultar con pompa a la cantante Ilona Harczy, cuyo cadáver descompuesto trajera desde Viena (ignoro o prefiero no imaginar la razón). Le trasmito inquietud porque en la aldea se dice que gente del castillo habría hecho entierros no cristianos en el bosque (omito, claro está, decir lo que yo mismo he descubierto) a lo que responde, cortante como siempre, que los siervos de la gleba acostumbran difamar a los Señores, que los asuntos del castillo son su incumbencia y que según me ha hecho saber y no quisiera repetir, no me meta con eso como ella no interfiere en la iglesia. Sin esperar respuesta, más aún, ignorando que yo pudiera tener alguna, me entrega la contribución anual de ocho florines de oro y promete disponer lo necesario para que lleguen a la iglesia los cuarenta quintales de trigo y los toneles de vino acordados. Con letra destacada, agrega: Debo proceder con cuidado ante asunto tan herético.

Luego hay un asiento de los nacimientos, bautizos, casamientos, festejos y también un detalle de los afectados por la peste. Más adelante, Ponikenus redacta una crónica del reciente viaje a Viena, donde consta el encuentro con un monje dominico llegado de Estrasburgo, miembro de la Inquisición, quien le habla de la persecución de las brujas, de la importancia de su enclave en los Cárpatos, región tradicionalmente dedicada a cultos paganos. Este monje le entrega un ejemplar del Malleus Maleficarum, redactado por solicitud del Papa en 1484 por los dominicos Heinrich Kramer y Jacobus Sprenger. Es un tratado sobre la historia y naturaleza de la brujería y el satanismo que establece doctrina, de modo que posibilite el juzgamiento por los tribunales.

Sobresaltado, Ponikenus acota: Pero lo que más me impresionó, pues tocó la fibra más íntima de mi disposición hacia la Condesa, fue lo que el monje me confiara se siente ante una verdadera bruja, no las que suele imaginar el vulgo como viejas mugrientas y desdentadas (¿lo será ella, válgame Dios?): Al pasar frente a un hombre su cuerpo exhala un extraño aroma, en tanto la luz brilla a su través como si cruzara una nube, produciendo una rara aureola. Y es imperioso resistirse a mirar sus ojos porque entonces es capaz de atrapar, peligrosa como una serpiente. A esto se debe estar atento, dijo, porque la fascinación se ejerce por medio de los ojos, como bien lo enseñan los doctos Avicenna, Al-Gazali y también Santo Tomás. El propio Aristóteles explica en su libro "Sobre el sueño y la vigilia", que en alguien inflamado de maldad el espíritu sale por los ojos. Y si Dios lo consiente, la malicia del demonio mira por los ojos de las brujas. El monje me explicó una aseveración del "Malleus": por ser los órganos más tiernos del cuerpo resultan fácilmente impresionables, por lo que las expresiones de cólera, malicia o voluptuosidad influyen a través de los ojos en los movimientos del cuerpo, debilitándolo o produciendo parálisis. Es el caso de un lobo que ve a un hombre y éste queda mudo, y de tratarse de un basilisco la mirada es mortífera, porque una terrible ponzoña sale por la mirada infectando a la víctima. Para matar al basilisco es preciso devolverle el veneno enfrentándolo a un espejo. Pero el diablo es capaz de instruir a la bruja con enorme sutileza para que la corriente venenosa, trastocada en fascinación, no sea percibida.

Evidentemente inquieto, Ponikenus lee el Malleus, ya que las siguientes entradas del cuaderno son citas del texto, extractadas para ser tenidas cuenta: "Tú no sabes que la mujer es la Quimera, pero debes saberlo. Este monstruo reviste una triple forma: se engalana con el noble rostro del león resplandeciente, tiene el asqueroso vientre de una cabra y está armado con la cola venenosa del escorpión. Lo que significa: de aspecto hermoso, contamina al tacto y su compañía es mortal". Y luego: Embustera por naturaleza, lo es también por su lengua; hiere al tiempo que nos deleita. Por lo que la voz de las mujeres es como el canto de las sirenas, que con dulce melodía atrae a los viajeros y los matan"

Algunos apuntes de Ponikenus traslucen su confusión, pareja a la determinación de los inquisidores, por cuanto no habría modo de distinguir una bruja de la mujer dispuesta a la seducción o más aún: lo evidente, para esta gente esclarecida por la doctrina cristiana, es que el erotismo femenino es un diabólico entrevero de sexo y muerte. La razón, se orienta el sacerdote, está escrita en el Génesis: la tentación de Eva es responsable de que el hombre haya perdido el Paraíso y deba esperar la redención, lo que por extensión la hace culpable del tormento del Hijo de Dios en la cruz. Se dice que no debiera extrañarle que la Condesa se ensañe con las cristianas del feudo; lo único inexplicable es que elija mujeres y no hombres, pero las determinaciones del Demonio han de ser, a veces, insondables. Todo esto le resulta elocuente en el fragmento que a continuación reproduce: "He aquí lo que lamenta el Eclesiastés y ahora también la Iglesia, debido a la gran cantidad de brujas: La mujer es más amarga que la muerte, porque ella es una trampa, su corazón una red y sus brazos cadenas. El que agrada a Dios escapará de ella; mas el pecador será preso en ella. Más amarga que la muerte, esto es, que el demonio, cuyo nombre es muerte -peste- según el Apocalipsis (VI, 8). Los hombres, en efecto, no son solamente cautivos de sus deseos carnales, aunque los ven y los comprenden, atraídos por su rostro, que es un viento que abrasa, y su voz es una serpiente que silba, según San Bernardo. Pero también seducen gracias a los maleficios de innumerables hombres y bestias".

Luego hay una frase tomada del primer capítulo del Malleus: "La autoridad de las Sagradas Escrituras dice que los demonios tienen poder sobre los cuerpos y las mentes de los hombres sólo cuando Dios les permite ejercer ese poder, tal como se desprende con claridad de varios pasajes de las Escrituras". ¡Ello significa -enfatiza el clérigo- que la acción de Satán a través de las mujeres ocurre mediante la complacencia divina! lo que es decir que el mal, la concupiscencia, es una puesta a prueba de lo consistente, lo resistente de la fe. Me felicito de la lucidez que moviera mi devoción a consagrar la vida a la Virgen.

Ponikenus denunciaría a la Condesa en los tribunales de la Inquisición a no ser que, más allá del miedo, no imagina la vida en su ausencia.

Se demora con el Malleus hasta la madrugada, cuando el sueño lo vence. Quiere pasar en vigilia la hora de las brujas, pues a pesar de que sean habladurías de los aldeanos no deja de sobresaltarle ese momento, alrededor de las tres, que pertenece al imperio de Satán. El Malleus le aporta conocimientos imprescindibles que al mismo tiempo lo inquietan al comprobar página a página la diabólica manera en que la tentación aviva un fuego obsceno. A cada momento Dios pone a prueba la sumisión cristiana ante el extendido poder del mal.

A la hora de las brujas el sueño lo ha vencido, pero un destello lo despierta. A los pies de la cama está la Virgen como una imponente Dama Blanca traspasada de luz y exquisito aroma, mirándolo fijamente.

-Disipa la sorpresa, fiel seguidor, que he venido en tu ayuda -le dice una voz cristalina como agua de manantial-. Soy la Señora.

-¿La Señora? -balbucea el sacerdote.

-¿No reconoces este resplandor?

-Eres el rayo celeste al que dedico mis plegarias cada día. Por boca de este humilde siervo habrás escuchado los salmos. Eres la esperanza, mi celo... mi cielo. Guía para la desventura de los mortales, consternados por una vida cuya inclemencia no espera. Eres la paz sin mancha, lo sublime. Sin pecado concebida.

-Sé de tus alabanzas, de tu esperanza en mí, pero también de tu desolación. Hasta ahora he sido tan sólo evanescencia, es preciso que te hable.

-¿Porqué a mí? ¿Cómo es que merezco esta luz cuya hermosura me inunda el corazón y exalta mis sentidos, impregnándome de gracia?

-¿Has pensado, siquiera una vez, que el celo de tus palabras es el sostén para mi permanencia? ¿Qué sería de mí sin el anhelo de tu plegaria?

-Me pones a prueba, me confundes. ¿Cómo puede lo mío, tan ínfimo, ser algo para ti? Eres obra y gracia divina. Lo dice mi fe.

-Maravillosa sencillez la tuya, casi tan admirable como el esfuerzo por la ignorancia. Tu calor enciende esta luz, que en silencio vela tu sueño ¿Pretendes desconocer que resplandezco en tu pasión?

-Muda ha sido vuestra elocuencia a lo largo de mi vida, cuando en mis oraciones contemplé la perfección de tu figura. Pero ahora me hablas y confieso que las palabras me turban. ¿Quién es este ínfimo ser, lo reitero, comparado con el Santo Espíritu?

-El sostén terrenal.

-¿Sostén? ¿Terrenal? Mira sed perversa delectatio, enseña la doctrina, para que sin extraviarnos con lo sensible elevemos nuestras oraciones hacia lo divino, el ojo abierto a la perfección interior. El mayor de mis esfuerzos está encaminado a librarme de las ataduras terrenas que corren por la sangre e incitan al desvarío. Tu excelsa belleza es atributo de Dios, una enseñanza moral que hacia El nos conduce.

-Reconozco al lector devoto de los textos canónicos. Pero ¿a qué recordarlos si aquí me tienes? Deja que la memoria ceda ante mi presencia. ¿Cuál sería mi valor si careciera de mancha tan sólo porque hombre alguno me ha tocado? Has hablado de la puesta a prueba. ¿La virtud es de antes o de luego?

-Vuestra virtud carece de tiempo.

-Los fieles glorifican mi castidad, pero hay en ello un equívoco y a veces hipocresía. Alaban la pureza en mi cuerpo, pero la carne es sangre y músculo, pulso y acción terrena. Lo puro esa una virtud capaz de asistir al espíritu divino que llamamos alma. Y quien pretende para el cuerpo lo propio del alma la pervierte, ofendiendo al cielo y contrariando al mundo.

-Señora, la pureza del alma es un espacio inabarcable.

-Pero estoy a los pies de tu cama.

-Sólo una aparición.

-Atrévete a la consistencia -dice la Virgen mirando a los ojos al sacerdote, quien permanece absorto. Se acerca, alarga hacia él un brazo, extiende la palma, abre las agujas perfectas de los dedos.

-Ponme la mano aquí -agrega, imperativa.

-No lo merezco.

-Vacilas.

-El temor a Dios me contiene.

-Ese temor podría ofuscarme.

La mano emprende un tembloroso camino hasta rozar la piel inmaculada. Los toscos dedos se entrelazan con los de la Virgen y el halo resplandeciente desaparece. Ponikenus se debate con la triste hermosura de la mujer que tiene ante sí.

-Mi soledad es infinita -dice ella.

-Mi devota austeridad es solitaria -replica él.

-¿No es éste el hallazgo? Decir la soledad en íntima compañía es conjurarla. Tanto mirar hacia arriba distrae, lo extraordinario es que estemos aquí, los dos.

-Nunca menos solo que en este instante.

-¿Qué has perseguido en tus plegarias? ¿Secretamente esto? He venido a satisfacer tus anhelos. A responder a quien me da la gracia del cuerpo. ¿Te atreves ahora?

-Estoy dispuesto a equivocar el camino, si alcanzo la luz.

-Errar el camino es llegar a la Mujer, la que enciende la luna.

Cuando el duro perfil de la mañana lo despabila, Ponikenus acumula preguntas en su diario: ¿Cómo tolerar este retorno? Al amparo de la noche, un cáliz virginal se abrió hasta embriagarme, y ahora la austera vigilia se ha vuelto insoportable. ¿Cómo tolerar, sin desfallecer, el despojado hábito de sacerdote? ¿Cómo destinar a la ruda tarea estas manos que alcanzaron la excelsa palidez? ¿He caído en la tentación? No, no es caída, es aceptado desafío, culminación y gloria. Mucho imploré la redención con la renuncia impuesta por un paraíso prometido más allá de la vida, pero he tenido la gracia de saberlo en cuerpo y alma. Ahora es mi pena soportar la ausencia, la medida de las horas que el reloj abarca, barriendo con sus manecillas el espacio monótono.

No obstante, vuelve a la lectura machacona del Malleus y anota el siguiente extracto: "El demonio conoce los pensamientos de nuestros corazones, en forma esencial y desastrosa puede metamorfosear los cuerpos con ayuda de un agente; puede trasladar los cuerpos de un lugar a otro y alterar los sentimientos exteriores e internos en cualquier medida concebible; y le es posible modificar el intelecto y la voluntad del hombre, por indirectamente que lo hiciere". ¡No es posible! -acota, enfático-. No está en su poder habitar el cuerpo de esa criatura, lo hubiera percibido en algún brillo maligno, y todo fue luz y blancura. "Ponme la mano aquí. Aquí. Ponme" dijo con jamás escuchada melodía. Esa voz y el nácar de su piel, imposibles en un sueño, saben que no desvarío.

Pasa una semana entera sin que se anime a ir a la iglesia. Manda hacer tareas de reparación, largamente postergadas, y en ello encuentra la excusa para mantenerla cerrada, pero íntimamente sabe que elude enfrentar la imagen de esa Virgen a la que tanto ha rezado. Cuando por fin es requerido por los albañiles no tiene más alternativa que entrar, pero se demora en los detalles del arreglo en las paredes y el pórtico. Por las noches el tema le da vueltas; infructuosamente implora una nueva aparición que lo instruya o le dé fuerzas y cada mañana reencuentra una angustia que comienza a volverse habitual. Hasta que concluye diciéndose que no hay razón para la destemplanza, queriendo convencerse de que si la fe permanece, él debe mantenerse a la altura de su investidura sacerdotal.

Al despuntar el sol abre la pesada puerta, aspira el olor de la pintura fresca y se infunde ánimos por lo nuevo, como si él mismo debiese estar restaurado. Y en definitiva es lo que siente, pues cuando la angustia se disipa el mundo se le antoja dotado de la claridad de un saber hasta entonces insabido.

Camina entre las banquetas rumbo al altar, donde a un costado espera la estatua de la Virgen. Levanta la vista y se sobresalta al encontrar sus ojos, que se le ocurren por vez primera encendidos. Admira sus facciones, desinteresado de las imperfecciones del tallado. El pobre artesano al que le encomendaran la tarea, se dice, no tenía cómo representar lo excelso más que con sus escasas posibilidades, pero eso lo exalta. Admira el acto humano, que condenado a no superar su propia condición puede, no obstante, anunciar, insinuar lo irrepresentable. Observa en detalle la tela basta, teñida de celeste, con que la han vestido. ¡Tan distinta y sin embargo por eso mismo tan memorable como el blanco resplandor de la túnica de la aparición! Hasta que distingue las manos, asomadas apenas bajo las mangas. Las encuentra perfectas. "La mano, la mano aquí" se dice y repite afiebradamente.

Abandona con precipitación la iglesia y busca la sombra de un árbol. Permanece, extático, un espacio de tiempo tocado de infinitud. Eso es Ella -se dice Ponikenus- el fulgor de una mirada y unas manos de enervante blancura.

El retorno al Malleus ya no le convence, impregnado como está del fantasma las siguientes transcripciones en el cuaderno toman otro sesgo: Bien lo dijo Ella, de modo interrogativo, ¿la virtud es de antes o de luego? Me es evidente que los monjes padecen una hipócrita anterioridad que los lleva a imaginar y cometer atrocidades, sólo así se entiende la sofrenada pasión con que se ocupan de la mujer. En su infinita sabiduría, Dios sabe que no lo contrarío, que si El dispuso la naturaleza humana como lo hizo no fue para abjurar de ella. La virtud ha de ser alcanzada, como dura prueba, luego de jugar su juego. No puedo menos que sonreír al leer esta cita de un pobre santo, cuyo mayor pecado ha de haber sido la abstinencia: "Por lo cual San Juan Crisóstomo dice: ¡Qué otra cosa es una mujer sino un enemigo de la amistad, un castigo inevitable, un mal necesario, una tentación natural, una calamidad deseable, un peligro doméstico, un deleitable detrimento, un mal de la naturaleza pintado con alegres colores!" En honor a la sublime Señora, me niego a que en mí se haya formado una especie de enfermedad que se deba extirpar, como el Malleus dice le pasara a San Sereno. No he alcanzado la serenidad -ironiza Ponikenus-, pero sí la gracia. Si el método es el expuesto prefiero la turbulenta vida, la Magna Obra del Creador. ¿Qué decir de este pasaje?: "La siguiente fue la experiencia del abate San Sereno, como lo narra Casiano en sus Colaciones de los Padres. Este hombre se esforzó por lograr una castidad interior de corazón y alma con oraciones nocturnas y diurnas, ayunos y vigilias, hasta que al final percibió que, por gracia Divina, había extinguido todas las oleadas de concupiscencia carnal. Al cabo, movido por un deseo aun mayor de castidad, usó todas las santas prácticas precedentes para rogar al Todopoderoso y Todo Bondadoso Dios que le concediera la castidad que sentía en el corazón le fuese conferida a su cuerpo de manera visible. Entonces un ángel del Señor llegó a él en una visión nocturna y pareció abrirle el vientre y arrancarle de las entrañas un tumor ardiente de carne, y luego remplazar todos sus intestinos, tales como estaban antes, y dijo: ¡He aquí que la provocación de tu carne ha sido cortada, y sabe que en este día obtuviste la perpetua pureza de tu cuerpo, de acuerdo con la oración que rezaste, de manera que nunca más volverás a ser acosado por ese deseo natural que inclusive surge en los niños recién nacidos y de pecho!" Luego se habla del abad Equicio, al que un dudoso ángel convirtiera en eunuco, de un monje llamado Helias, a cargo de treinta mujeres en un monasterio, quien logró el temple cuando en un sueño los ángeles le extirparan los testículos con el filo de una espada, del Beato Tomás, al que le colocaron un cinturón de castidad tan ceñido que desde entonces rechazó cualquier cercanía femenina.

Hijo de la aldea, Ponikenus consagraba la vida al sacerdocio sin abandonar las costumbres en las que creciera, por lo que su ascetismo era relativo. No había secreto en que más de una aldeana visitaba el confesionario no sólo en procura de alivio espiritual. Sin que ello impidiese la devoción a la Virgen, tampoco tenía una idea mojigata de la virilidad. Se había arreglado hasta el momento con la enseñanza de Cristo, dando a Dios lo que es de Dios y al César lo que es del César. Influido por el Malleus llegó a aceptar la difundida prédica de la culpabilidad de Eva en la pérdida del Paraíso, quizá acuciado por el espanto del descubrimiento de los cadáveres mutilados que volvían a la Condesa sospechosa de imperdonables crímenes, asistidos de brujería, despertando el miedo ancestral de los siervos. Pero en medio de ello se había producido la aparición, sumando la gracia sublime al cuerpo presente. Le pareció, por lo tanto, que otros saberes habrían de aportarle mejor información para salvar lo que podría ser una contradicción o peor aún, la caída en el sacrilegio.

Con fuerte anclaje en Aristóteles, la filosofía impregnaba el discurrir de los teólogos y también de los médicos no menos que los narradores y poetas. Los autores del Malleus una y otra vez mentaban la autorizada palabra del Estagirita.

Inquieto por la aparición, queriendo resguardarla de lo que el manual de Sprenger y Kramer condenaba, decide ir a las fuentes. En la biblioteca de un monasterio jesuítico próximo a la aldea estudia De anima, de Aristóteles, encontrando algunos datos que le interesan para explicarse la experiencia con la Señora. Tenía presente la cristalina sonoridad de su voz, cuando lee que no todo sonido emitido por un animal es voz; para que haya voz es preciso que la emisión esté acompañada por alguna imagen, porque la voz es un sonido provisto de sentido. Para Aristóteles, dichas imágenes o fantasmas son el centro de un sistema del que tanto deriva el lenguaje como el sueño, la adivinación, la memoria y el intelecto, todo proviniendo del variado campo de las sensaciones perceptivas. Se trata de eso -infiere Ponikenus- del fantasma real de esa Mujer.

Se devana tratando de explicarse la posibilidad de que no sólo pudieran ser engañados los sentidos externos, como la vista y el tacto, sino también los interiores, distinguidos en cinco categorías: el buen sentido o sentido común, la fantasía, la imaginación, el pensamiento y la memoria. De ello depende -se dice- que la aparición haya sido un engaño del Demonio, como pretende el Malleus o, por el contrario, una percepción verdadera. Avicenna enseña que cuando se ven personas, animales o cosas en un sueño, las imágenes son extraídas de lo vivenciado, impreso en la memoria como un sello en la cera derretida, y su trastoque acontece por transmutación y recombinación. Si un caballo onírico vuela como Pegaso, puede tratarse de una combinación de águila y equino, como el unicornio resulta de la juntura del caballo con la cantidad de elementos que sirven para imaginar su cuerno fabuloso. Si es uno mismo quien vuela es que se está transportado a otra especie. Pero la Virgen de la aparición seguía siendo la Virgen y más aún: era la quintaesencia de toda mujer, absoluta superación de la suma de sus representaciones, no porque el todo sea más que las partes, no por algo cuantitativo sino por el modo en que lo infinito es una dimensión extraña al transcurrir sucesivo; entonces no importa lo que dure la experiencia, porque se sustrae del tiempo. Esa Mujer permaneció sin que cosa alguna pudiera ceñirla, acotarla en imagen o idea. Tan sólo permanecieron dos o tres obsesionadas marcas de su evidencia: la blancura de la piel, las manos exquisitamente finas y esa voz de la que sólo puede decirse, pobremente, que su timbre es transparencia hecha sonido; puro, límpido como un cristal. Su condición sublime es la evidencia inefable de una verdad, concluye el sacerdote.

Los inquisidores insisten -reflexiona en su cuaderno- con la propiedad del Demonio de viajar por el espacio y habitar hombres y mujeres como súcubos e íncubos. Las brujas, debido al pacto satánico tendrían la posibilidad de volar. Empleando la misma propiedad con los objetos o las partes íntimas del cuerpo, como el pene, los harían cambiar de lugar o desaparecer. De este modo interpretan toda animación inesperada como un signo demoníaco. Pero el celo de estos dominicos desemboca en lo que pretenden erradicar, ya que este punto de vista es una blasfemia contra Dios. ¿Cómo atribuir a esa propiedad una prevalencia maligna? ¿Cómo desconocer que nuestra alma, instilación divina que asiste la vida, está dotada de esas propiedades?

Ponikenus encuentra fundamento a su discurrir en filósofos que precedieran a Aristóteles. Los meticulosos, sistemáticos argumentos del Estagirita lo mueven a la sospecha de que no pueden ser verdaderos por carecer de vida; sus conceptos le parecen mariposas pinchadas sobre una tela por un coleccionista. Discrepa con la propuesta aristotélica de la superioridad del hombre sobre la mujer, por cuanto ella dispondría de un razonamiento menor, imperfecto, no siendo capaz de manejar sus impulsiones; ello, claro está, contrariaba su experiencia con la Virgen. Se molesta con la consecuente interpretación de Abelardo, para quien el hombre ha sido hecho a imagen de Dios, mientras la mujer sería apenas semejanza. Lo exaspera Santo Tomás, quien siguiendo a Aristóteles supone que la inferioridad femenina perdió a Eva, para concluir: La mujer está menos dotada que el hombre también en lo que respecta al alma. "El alma, ni más ni menos que el alma", protesta para sí, aunque no lo haría en voz alta, atento al jesuita que le acerca los volúmenes a su mesa de lectura.

Toma nota cuidadosa de los pensadores que le atraen, agregando una breve reseña de sus postulados: Demócrito asegura que el alma es el motor por excelencia, y si algo la define es su poder de moverse por sí misma. Leucipo avanza sobre esta idea, proclamando que hay en el alma átomos esféricos aptos para penetrar todas las cosas y ponerlas en movimiento. Encuentro similar opinión en los pitagóricos, quienes comparan el alma con las partículas de polvo que se agitan en el aire; incluso si hay calma aparente, el devenir es continuo. En consonancia, Diógenes afirma que el alma no es otra cosa que aire, por ser el más sutil de los cuerpos y al mismo tiempo constituir un permanente movimiento. También Anaxágoras opina que el alma es la causa motriz de todas las cosas. La piedra imán tendría alma, según Tales, debido a su propiedad de atraer al hierro. El gran Heráclito sostiene que el alma es el primer principio, en constante fluir, al que llama "exhalación cálida", del que deriva todo lo demás. Jenócrates postula, a su vez, que el alma es un número que evoluciona por sí mismo. Mientras para Alcmeón lo inmortal del alma radica en la virtud del eterno movimiento. De ser así -reflexiona a continuación-, si se trata de algo como el decurso de los átomos o de los números, no hay unidad. Menos aún cuando a la manera de la movilidad del aire, de los átomos o de los números el alma fluye, pues para que esto ocurra la unidad ha de haberse disgregado en la diferencia. Y la pura diferencia es relativa a la discordancia entre lo celeste y lo terreno. Esto llevaría a discrepar con el maestro Aristóteles, cuando afirma que "el alma es la causa y principio del cuerpo viviente", ya que puede invertirse la fórmula: el alma como efecto del cuerpo viviente, en el sentido de que la vida es, efectiva y efectuadamente, alma. En rigor, se me impone que llamamos "alma" a la diferencia -irreductible hasta que la Virgen se presenta- entre cielo y tierra, un arco tensado por el cuerpo entre el origen del deseo y su consumación al ser alcanzada la gracia.

Llego, por lo tanto, a la conclusión de que el alma no es otra cosa que la vida en transcurso, más aún, resulta de ello. Esto es acorde al dogma cristiano, pues sólo cuando un cuerpo perece, liberada de la diferencia que es condición del sufriente existir, el alma puede volver al Creador para el eterno reposo. Lo Otro, el Infierno, es la doble imposibilidad de un alma incapacitada de apagarse en paz y que tampoco goza de un cuerpo en el cual vivir, una reducción a la nada con insistente conciencia de ello, nada peor. Si nos espanta la idea del espíritu maléfico encarnado en los poseídos ha de ser, a pesar de todo, el feliz desborde para un alma en pena; porque lo atroz es la simultánea anulación de meta y retorno.

De los filósofos citados se deriva, por lo tanto, que el alma es un incesante devenir de cantidad, cualidad y sustancia carentes de límite, temporal o espacial. Por esto encarna, alienta, exhala formas en inaplacado trastoque. Si cada ser humano parece idéntico a sí mismo ha de ser por incompetencia o defecto de comprensión nuestro. Porque el hálito que Dios nos insufla desencadena un perpetuo acontecer. ¿Cómo no aceptar la verdad sublime de la aparición? ¿Qué obcecada ceguera obliga a pensar obra del Demonio la encarnación de lo cambiante, cuya potencia carece de mesura? Si se adjudica a Satán el patrimonio de esta posibilidad, habría que dar razón a las brujas en su porfiada busca de lo extraordinario.

Pero no debemos ceder dejando a la pasión por el pecado, que guía a los recalcitrantes, teñir de diabólico lo que es evidencia divina. Encuentro una voz clarificada, ejemplificadora, en la abadesa Hildegarda, la profeta, incuestionable para la doctrina por cuanto el mismo pontífice Eugenio III la alentó, en 1148, a dar un paso adelante y "escribir todo lo que el Espíritu Santo le dictara". Y vaya si lo hizo. Esta privilegiada mujer supo dejarse transportar y nos legó su experiencia profética, su memoria, según reproduzco: "En el cuadragésimo año de mi existencia, mientras estaba abrumada por la visión celestial, asustada y temblorosa, vi una gran luz de la cual salía una voz que me decía -Oh frágil ser humano, cenizas de cenizas, podredumbre de podredumbre, habla y escribe según lo que escuchas y ves". Esa fue su visión inicial, que podríamos considerar un acto de posesión... ¡y en verdad lo es! Pues, ¿por qué ha de ser sólo el demonio quien posee? Me animo a pensar que también hay súcubos e íncubos de lo divino y más aún: si, como el Malleus afirma a cada página, el demonio o las brujas sólo actúan cuando Dios lo consiente, no tenemos por qué abandonarnos pasivamente a que sea su responsabilidad administrar el permiso, tengamos el valor de asumir como enteramente humana esa responsabilidad, que sólo el ser carcomido por el pecado hace lugar a Satán, en tanto quien sea merecedor de la gracia estará dispuesto a recibir el hálito divino, como bien lo expresa Hildegarda. Y así como yo supe de la aparición, que me fue dada vivir, que era la Virgen porque sueño alguno es capaz de producir su presencia excelsa, la profeta supo que la asistía el Espíritu Santo porque la luz que la atravesaba y la voz que escuchaba eran, como sublime poesía, de otra dimensión y de este modo dejó constancia de lo que escuchara: "Pero como eres temerosa de hablar y tosca en la expresión, debes escribir no las palabras de los hombres, y ni siquiera sus pensamientos e intenciones, sino sólo lo que ves y oyes del cielo en el milagro divino, reproduciendo el discurso como el discípulo que escucha al maestro y luego lo explica siguiendo fielmente su pensamiento, su indicación y su enseñanza... Escribe no como te parezca a ti o a algún otro hombre, sino siguiendo la voluntad de Aquel que conoce, ve y dispone en el secreto de su misterio". Esta abadesa supo distinguir lo divino comparándolo con la tosquedad de su educación, incapaz en un todo de producir lo que se disponía ante ella: "Conservo durante largo tiempo en la memoria las cosas que hago mías en la visión... veo, oigo y entiendo en el mismo instante y en el mismo instante las hago mías. Pero no comprendo lo que veo, porque no he estudiado... así no añado otras palabras mías a las que escucho en la visión y me expreso en un latín no refinado... La divina visión, de hecho, no me enseña a escribir en la lengua de los filósofos... Las palabras que escucho son como una llama ardiente, se asemejan a nubes que se mueven en el aire puro. Y en el mismo fulgor veo a veces, aunque no a menudo, otra luz, a la que llamo luz viva, y no soy capaz de explicar ni cómo ni cuándo. Pero cuando se me aparece, toda tristeza, toda angustia se aleja de mí: adquiero modos de muchachilla y pierdo mi habitual aspecto de anciana". Nada más exacto que esa llama ardiente para decir lo experimentado. Eso es mi amada Virgen: la evidencia del alma que se enciende, mi goce, la fiesta de la vida, una luz viva que ilumina la existencia de otro modo, que no es inmortal porque es un fuego que a sí mismo se consume,

Me es posible ratificar que el alma es, en esencia, el espacio que une, distingue y separa cielo y tierra. Allí se enlazan, en los momentos felices, lo masculino y lo femenino celebrando el mutuo hallazgo que es inherente al designio humano, la divina proporción, pues como dice la palabra del Génesis: "Macho y hembra los creó". Adán surgió del barro al recibir el hálito del Señor, por lo que el hombre está enraizado en la tierra como en su madre y a ella retorna tras la muerte, ella origina el manantial de su sangre y a ella es devuelto cuando la sangre cesa de pulsar. Eva, en cambio, tomó forma a partir del nácar de su arcano, una costilla y no otro hueso del innúmero esqueleto. Porque las costillas marcan el ritmo de la respiración como un péndulo movido por el viento. El acompasado llenarse de lo insustancial y la exhalación producen el contrapunto de una diferencia que es el sino de la vida. Por eso la mujer es nuestra inspiración, lo sé por la Virgen instigadora y causa de mi gracia. No en vano las musas son femeninas.

La gracia fecundada vuelve mundano el misterio, en tanto el hombre se eleva cuando la pasión, saliendo por su médula calienta su sangre y aviva el deleite olvidándolo de sí mismo. Entrambos, el alma es el lugar penetrado de macho y hembra, el latido de una cavidad que recibe la erección turgente de la carne.

Afirmado en su saber, Ponikenus ya no elude visitar la estatua de la Virgen, a la que encuentra como un pobre indicio de lo sublime, una módica imagen de lo inabarcable, no porque ignore su rostro, sus formas, puesto que él la ha visto, sino por lo inasible de su mirada y el goce de la intimidad compartida. Una sola mujer de carne y hueso ha sido capaz de generar en él tamaña exaltación, y a su pesar admite que asistida del signo contrario: la Señora de Csejthe.

Si la bondad eterna le ha conferido la gracia del encuentro de una verdad, grande también es el precio que paga por eso, al verse obligado a ubicar en extremos separados lo que reconoce dotado de una misma causa, quizá la más insondable evidencia del devenir de la diferencia. Sucede -escribe, lacónico- que me juego la vida y arriesgo el más allá de la muerte.


previous | next | home










Copyright 1999 by Carlos D. Pérez. All rights reserved.