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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 5

La Condesa espera el regreso del esposo, que sabe inminente. Luego de enterarlo de los pormenores del castillo le comunica la intención de viajar. Ferencz acuerda inmediatamente, mucho le ha insistido otras veces para que abandone la sordidez de Csejthe y recupere en la gran ciudad el esplendor aristocrático. Descartan Buda, y entre Presburgo y Viena optan por ésta, no sólo por la mayor seguridad del traslado sino porque allí tienen casa, numerosas relaciones y el incentivo de la estrecha relación con el resto de Europa occidental. No hacía mucho, Ferencz y Erzsébet habían comprado una espaciosa mansión en las cercanías del palacio imperial, en la Augustiner Strasse, calle que debía el nombre a que en ella estaba el convento de los monjes Agustinos, frente a la residencia. La habían destinado a residencia familiar en las visitas a la ciudad, pero aún no la habían ocupado.

the serpent siblings

No es tanto de los turcos de quienes deben cuidarse en el viaje como de los salteadores que aguardan el paso de carruajes amparados en la espesura del bosque. La noticia llega de inmediato a la villa edificada en un lado de la montaña, formada por casas blancas con tejados de madera y miradores que dan al valle. El tañido de la campana de la vieja iglesia trasmite a los villeros y campesinos la noticia, quienes de inmediato abandonan sus tareas cotidianas, principalmente el cultivo de la vid y el trigo, para aprestarse al festejo de la despedida. La pequeña plaza es, como para otros acontecimientos, el lugar obligado de encuentro. Los zíngaros ejecutan su música al llegar la comitiva, encabezada por los haiducos montados en briosos corceles, orgullo de Hungría; luego el impecable carruaje tirado por cuatro caballos donde viajan la Condesa y Darvulia y más atrás los coches donde se hacina un plantel de sirvientas, modistas, peinadoras y mujeres dedicadas a las más variadas tareas, bajo la mirada atenta de Jó Ilona, Dorkó y Ficzkó, quienes a veces se reúnen con la Condesa para comentarle pormenores del trayecto; por último, algunos coches llevan el vestuario, los regalos, la comida. Otros haiducos cierran la comitiva.

Un atardecer primaveral llegan a Viena sin haber pasado sobresaltos. La Condesa ordena enfilar directamente hacia la Augustiner Strasse. Mejorada luego que la adquiriesen, la casa aún conserva el frente austero original, carente de molduras. Iluminada por el resplandor de las antorchas que enmarcan la escalera de piedra que llega al pórtico, Erzsébet sube los peldaños rápidamente y una vez dentro se hace guiar a su cuarto, sin interesarse en inspeccionar las habitaciones para eventos sociales. Los primeros días apenas sale del cuarto, en el que hace instalar un enorme espejo con forma de ocho, mandado a confeccionar al momento del arribo. Durante horas permanece examinando cada detalle de su cuerpo apoyada en la cintura del marco, luego haciéndose peinar, vestir, maquillar. De a ratos se afana por captar su propia mirada, pendiente de un fulgor que se resiste a aparecer. Cuanto más se impone atravesar la oscuridad de esos ojos muy abiertos, más impenetrable le resulta el velo oscuro que parece la sustancia misma de las pupilas.

A la semana recibe una invitación para concurrir a una celebración en la corte, en el palacio imperial, y decide ir. Luego de abdicar como Emperador a favor de su hijo Rodolfo, Maximiliano II celebraría el aniversario de su decisión. Cuando ingresa al salón de recepciones le dedican los honores correspondientes a su alcurnia. Escucha incontables preguntas acerca de la familia, respondiendo con fría cordialidad; se interesa apenas en las galanterías acerca de su hermosura e informa sobre los enfrentamientos de Ferencz con los turcos. Maximiliano la distingue dedicándole largas parrafadas a ensalzar el lugar preponderante de los Bàthory en la convulsionada Hungría. Luego, proclive como es a la magia y conocedor de la inclinación de la Condesa, conversa amigablemente con ella en un aparte acerca de brebajes sanadores y conjuros.

Más tarde, los invitados ingresan al salón de los retratos, contiguo al del banquete. Maximiliano sugiere a Erzsébet legar a la tela su juventud, su esplendor; ella asiente, primero por cortesía, pero en el transcurso de la noche no puede apartarse de esa idea, y antes de retirarse pregunta por los artistas que se encuentran en Viena. Solar Czereq, le informan, formado en la escuela de Flandes, es el más representativo.

Erzsébet se dice que llegada a los veinticinco años, es momento que la tela tome sus rasgos, o con ese argumento tal vez se habilita para preguntar su parecer a un especialista en semblanzas. Cuando habla con Ferencz, éste enfatiza una y otra vez que la encuentra hermosa sin igual, pondera su rectitud de madre o la contracción al trabajo y el gobierno del castillo, pero antes que otra cosa Erzsébet escucha la palabra obediente del hijo de Orsolya, el mismo que conoció de niña, recitando el bien aprendido decálogo del esposo devoto.

Manda averiguar por Solar Czereq y una vez localizado lo contrata. A su llegada conoce a un hombre vivaz. De inmediato se le ocurre que sabrá encontrar, en el transcurso de las veladas en que posará para él, el espacio para intercalar comentarios que nunca destinaría a la servidumbre ni a las damas de compañía pero tampoco a sus iguales, ya que el recelo disfrazado de cortesía es el tono dominante en las relaciones de la nobleza.

Hace peinar sus cabellos hacia arriba de modo que despejen su frente, sosteniéndolos con un entramado de perlas. Viste un ceñido jubón rojo tachonado de perlas, que marca su talle contrastando con el abullonado de las mangas, ceñido en los puños, de una típica blusa húngara, cuyo amplio cuello bordado vuela compitiendo en blancura con el rostro. Un delantal cubre en parte la falda de terciopelo borravino.

Cambia pareceres con Czereq acerca del modo de componer la escena; ella ocupará el centro, de pie, apenas apoyada en una mesa, mirando simplemente hacia adelante. Le hace saber que recortándose de un fondo neutro, el rojo, el blanco y el negro deben ser colores dominantes, según ya lo ha dispuesto en la ropa, el tocado y el maquillaje. Antes de comenzar ordena a los músicos zíngaros ejecutar en una habitación contigua las salvajes melodías que tanto le gustan, y da expresas indicaciones a Jó Ilona y a Dorkó de que nada ni nadie la moleste.

Deja pasar las primeras sesiones, en las que el artista está enfrascado en el boceto. Cuando comienza a delinear los pliegues del vestido, las líneas finas de sus rasgos, las sombras que definen el gesto, aprovecha para preguntar por lo que ve en ella.

-Difícil decirlo, Señora. Mi preocupación no se ha detenido en lo que usted me pregunta, pues sabré captar la sutileza de su presencia si abstraigo mi atención de su intención, declarada o involuntaria. Y debo confesarle que su espíritu aún no ha venido a mí.

-¿Es una cuestión de técnica, mi estimado Solar?

-En parte sí aunque ahora, que reparo en ello, debo confesarle que en usted encuentro algo particularmente impenetrable, no sólo conferido por su alta y noble condición. Si tiene a bien darme tiempo, cuando concluya la obra prometo decirle lo que en ella encuentro, si no en usted personalmente.

Erzsébet deja evolucionar la pintura y unos días más tarde se acerca al caballete.

-¿Soy ésta?

-Permitiéndome gastarle una broma, le diré: A parecerse, Señora, a parecerse.

Erzsébet esboza una sonrisa.

-Compruebo que su ironía es pareja al mérito de artista. Tal vez usted facilite mi tarea, querido Solar, si ahora me dice qué ve en la tela.

Solar Czereq permanece pensativo. Al rato dice:

-Mi extrañeza no ha logrado despejarse, y reitero que no es mi asunto hacerlo. No sabría decirle si ello responde a que ha escapado a mi condición de artista alguna particularidad suya o tal vez he aprehendido algo de su misterio y eso es lo que veo.

-No podría aseverar una u otra cosa, en mi condición de modelo y figura representada.

-Observe estos ojos -solicita Solar señalando la tela-. Están abiertos en una mirada carente de esa languidez floja que suelo encontrar en las damas de la nobleza. Pero no sabría decir cómo ven... Aunque si me atengo a la línea de las cejas debiera inferir que hay algo... algo que sin ser tristeza ni melancolía las sugiere. Tal vez, estimada Señora, estoy abusando de una terminología que no condice con lo sutil de una mirada. Sabrá usted que los ojos miran la realidad pero son a la vez pequeñas ventanas por las que puede atisbarse el alma. Su mirar, si me permite la alusión, tiene algo de cristalino, pero lo traslúcido del cristal no hace lugar a la transparencia. Y no tome esto a mal, pues valoro altamente esa cualidad.

-Conocedor como es usted de la sociedad vienesa, habrán llegado a sus oídos comentarios acerca de mi severidad que, según ciertas lenguas, no desprecia lo malicioso. No es eso, en absoluto, lo que encuentro de mí en sus palabras. Aunque posiblemente usted procede con cautela midiendo sus expresiones, por lo que deseo expresarle que si hay severidad en mí, sé con quién y de qué modo ejecutarla. En su caso es distinto, le ruego no ahorre decirme lo que percibe, ya que ha demostrado una singular penetración. Nada me interesa más que ello.

-Señora Erzsébet, usted me distingue. La cautela en el proceder midiendo consecuencias es contraria a mi don de artista; debo estar atento a lo que sea, para plasmarlo en óleo.

-¿Entonces no es sólo que yo me haya abierto a usted, aunque poniendo en evidencia un misterio, sino que también hay en usted esa disposición?

-No es concebible de otra manera. Debemos agradecer al arte esta posibilidad, de la que carecemos fuera de él.

-Aprovechémosla. ¿Qué más advierte en la tela?

-Usted mencionó su severidad, la reconozco en sus manos. Una apoyada sobre la mesa utilizada para armar la escena del cuadro, otra colgando como al descuido, destacan su noble alcurnia. Hay distinción en ellas pero también energía, y no dudo que puedan estar dotadas de suavidad, aunque las intuyo capaces de acometer acciones de riesgo. Nada tienen de masculinas, y sin embargo imponen una especial fuerza, una firmeza que suele ponderarse en el hombre.

-¿Usted la pondera?

-No estoy seguro de cómo. Mi interés de artista me mueve a adjudicar particular relevancia a las manos. Las mías son artífices de lo mejor que me sea dado expresar, pero en las suyas hay algo que me produce un temeroso respeto. Usted ha pedido que hable con sinceridad, discúlpeme si le causo incordio.

-Nada de eso, encuentro exactitud en su apreciación, no porque me sean cosas sabidas sino que las reconozco a medida que las expresa.

-No hay mucho más, en verdad, que pueda decirle, al menos es lo que en este momento me parece. Agregaría que también debemos reparar en esta boca que he representado con un trazo pequeño pero taxativo. Diría, lo digo Señora respondiendo a su incitación, que la severidad también está en su boca y en el perfil aguileño de su nariz, y esto va a contracorriente de unas facciones que despertarían a la hermosura si se soltaran. Aunque tal vez esa compostura... esa compostura esté conteniendo...

-¡Dígalo!

-¿Es que usted lo sabe, Erzsébet?

-Violencia.

-No había llegado a esa idea -miente el pintor, vacilando.

-Doble tarea la suya, querido Solar. Doblemente me ha representado, con su mano de artista y con la elocuencia de su palabra. Doble ha de ser la paga. Pero dígame algo más, responda a una pregunta que me dicta el interés por el arte. ¿Podría usted pintar un momento de éxtasis?

-Querida Señora, todo artista se desvive por lograrlo, y eso mismo es evidencia de una imposibilidad. En los raros momentos en que se experimenta el éxtasis, la actitud de la persona es de entrega, en tanto el manejo del pincel requiere concentración; con el éxtasis se vive un goce, elevado o carnal, como se lo llame, mientras la ejecución de una obra exige una fría distancia para que se perciba el valor de cada trazo. Y sin embargo... debiera decir que trabajamos para y por el éxtasis, es nuestro primun movens. Hacia él tendemos como hacia un paraíso perdido.

-¿Acepta usted una confidencia?

-Erzsébet, es un honor.

-Hace poco ocurrió, en un feliz momento, que mis ojos captaran el éxtasis en la luna del espejo. Y si me atengo a sus palabras, diría que mis ojos perdieron la opacidad tornándose transparentes, a pesar que estaban más negros que nunca.

-Negra es la melancolía, negra es la muerte -desatina Solar.

-Hablo de una muerte fulgurante.

-Sus ojos se han encendido. ¿O son los míos?

-Otro día recibirá el dinero convenido, querido Solar. Déjeme ahora retribuirle con la transparencia inesperada. Descubra en silencio mi cuerpo, encendido por su palabra.

Antes que él atine algún movimiento, la Condesa se desnuda con mano segura y procede a descifrar la virilidad de Solar Czereq, quien mientras dura la noche olvida cualquier cautela.

La Condesa encarga a Darvulia ocuparse de que el artista coloque, en la parte superior del cuadro, las alas de águila, el dragón que escupiendo fuego se muerde la cola, la luna en cuarto creciente, el sol de seis puntas y, principalmente, la "E" de quijada y dientes de lobo.


Durante la estancia en Viena, le hablan a la Condesa de Ilona Harczy, una cantante llegada de la baja Hungría que la aristocracia admira interpretando salmos en la iglesia y baladas en reuniones de la nobleza. Erzsébet decide organizar una recepción e invitarla.

En la tercera noche del séptimo ciclo lunar, la casa del número 12 de la Augustiner Strasse ha desvanecido en parte su aspecto sombrío con el resplandor de un lujo bárbaro. Vestida de púrpura, la piel muy blanca y el pelo recogido en una malla de perlas, la Condesa recibe en el pórtico a los convidados imponiendo su prestancia. La velada transcurre como una lenta preparación para el momento esperado, cuando todos se dirigen a la sala de música para escuchar a Ilona Harczy, quien interpreta desgarradoras canciones eslavas. Cuando los asistentes comienzan a retirarse, la Condesa le solicita no se vaya aún, pues quiere que cante para ella en privado. La deja descansando y se dirige al vestidor, colocándose ante el espejo.

"Tú que sabes mis secretos, confiésame. ¿Qué es este desasosiego que me invade? ¿Porqué no resisto la soledad luego de escucharla? Vigilé atentamente sus movimientos, estudié sus gestos. De ella surgió esa voz... esa voz tamaña que no es mía... y tampoco suya. Es de una vida que se redime a sí misma. Carece de dueño, pero me consterna. En la Canción de la tierra, la tierra cantó por ella, en el Madrigal de la rosa un rojo terciopelo ahuecaba su garganta.

"De nadie es la voz, pero a ella atraviesa. No sufría menos que yo, advertí que buscaba mi presencia para afirmar el vibrato y en los aplausos el miedo la confundió, porque ignorándolo todo le adjudicaban el espíritu que resuena en su cuerpo, una música errática que alcanza la luz.

"¿Cómo es que la vida, la pura vida me sacude con un toque de muerte? ¿Dónde está la medida para esa capitana que se deja naufragar en un océano extraño? Ella es su propia costa. Caracol de una playa desierta devuelto al mar por la ola que no cesa.

"Espejo amado, busco tu mirada para que respondas. ¿Qué es esto que pasa? En ti he buscado el éxtasis y en la concreta muerte de la joven estaqueada logré la permanencia, pero el brillo de su mirada era mudo. En el canto de Ilona, en cambio, vino a mí un insoportable silencio abierto en la música, que se crea y deshace. ¿Sabré hacer definitivo ese instante?

La Condesa ordena a Dorkó que haga pasar a Ilona. Cuando ingresa al vestidor al momento también lo hace Darvulia. La incomodidad de la cantante es notoria.

-Señora Condesa. Me habías solicitado quedarme en vuestra casa por algo especial.

-Así es, estimada Ilona. Esta es Darvulia, una mujer sabia que me acompañó a Viena desde Csejthe. Es consejera y a veces algo más.

-¿Y cómo se relaciona eso conmigo?

-Verás. Darvulia rinde culto a Ördög.

-¿El dios de las brujas? -exclama Ilona con mal disimulada consternación.

-Es verdad, espero que no sea obstáculo. Lo de ella no es ajeno a la exquisitez de tu música. Ambas intiman con el misterio de lo efímero y lo que persiste, con lo divino. Escucharte ha sido una experiencia sin igual. Has sabido aceptar en ti al espíritu convertido en música que pasa y se desvanece. No otra cosa es la tarea de Darvulia: volver imperecedero lo intangible.

-Y para ello -interviene Darvulia- escribí una plegaria en honor de la Señora Condesa, a la espera de una voz privilegiada.

-Ese es mi pedido -agrega Erzsébet-. Que cantes la plegaria, que le des vida.

-¿Podría escucharla? -dice Ilona, vacilando.

-Sin duda -responde Erzsébet mientras toma un papel con las estrofas que le extiende Darvulia. Habremos de darte la base para que desarrolles la melodía.

Con la boca cerrada Darvulia emite un oscuro ritmo, mientras la Condesa comienza a recitar:


Ciclos de la luna

de espejo cambiante,

rodéenme de púrpura

y seré inabarcable.

La Condesa se detiene.

-¿Estás dispuesta?

-Lo intentaré.

Erzsébet entrega el papel con la letra a Ilona. Desarrollan el tema, paulatinamente, a tres voces:

Ciclos de la luna
de espejo cambiante
rodéenme de púrpura
y seré inabarcable.

Costas, mares,
llanos y montañas
de la séptima luna,
escuchen mi plegaria.

Lobos de corazón frío
desgarren en manadas
príncipes, reyes
y jueces mendicantes.
Desnúdenme oh ciclos,
siete lunas de sangre
carentes de mañana.

La Condesa ha ido paseándose alrededor de Ilona; hacia el final de la plegaria se coloca a sus espaldas. En el momento en que la interpretación llega al clímax, el inicial desconcierto de Ilona se ha convertido en una interpretación desesperada. Con la última nota su cuerpo se desmorona. Detrás, la Condesa prolonga esa nota postrera con su voz, mientras le hunde una daga en el cuello.

-Ha pasado a mí. (Luego, con desesperación similar a la de Ilona). ¿¡Porqué este desasosiego!?

-Eres la plegaria -concluye Darvulia con laconismo, haciéndose cargo del cuerpo ensangrentado-. Tuyo es el privilegio, tuya su sangre. ¡Recíbela!

Erzsébet se quita la ropa. Darvulia rodea a la Condesa con los brazos de la cantante y estrecha a ambas. Permanecen en el abrazo mientras la bruja canturrea la melodía.

Finalizada la ceremonia, Darvulia retira el cuerpo exánime. La roja desnudez de la Condesa enfrenta al espejo.

-¡Esta soy, Solar Czereq! Poseedora y poseída.

Días más tarde, la Condesa y su séquito regresan a Csejthe con la novedad del enorme espejo con forma de ocho, destinado al vestidor del castillo, el lienzo de la escuela de Flandes para ser colgado en la austera recepción y el cuerpo desangrado y en putrefacción que albergara una voz maravillosa, llamada Ilona Harczy.


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