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Carlos D. Pérez
SIETE LUNAS DE SANGRE


chapter 4

Los castillos de la familia se encontraban diseminados en las llanuras boscosas y en las estribaciones de los Cárpatos. Csejthe, Becko, Léká, Sárvár, Becs, Kosztolany, Poszony, Kapuvar, Borsmonstor, Nagyecsed, Varanno, Sirok, Vag-Ujhely, Postyen, Kéresztur, Bicse, Fuzer eran sus nombres, que la Condesa apenas lograba repetir sin olvidar alguno y eran varios lo que ni siquiera conocía porque en Csejthe, quizá el menos acogedor, se encontraba a gusto. Pero se le había vuelto repentinamente oprimente.

A medida que se ascendía desde el valle el bosque raleaba hasta dar paso a un extenso páramo en cuya cima se erigía el castillo, dominando la región. Concebido como refugio ante el invasor no requirió -como la mayoría- del consabido foso con agua, ya que las pesadas torres y los muros de piedra gris lo hacían casi inexpugnable.

the red elixir

La opresión de la Condesa era la sensación experimentada por los visitantes una vez sorteadas las dificultades de la montaña, que parecía continuarse en la construcción. A pesar de la imponencia del conjunto, las habitaciones destinadas a la vivienda eran pequeñas, de techos bajos, con paredes de escasas ventanas. Lo único verdaderamente espacioso eran los sótanos, dotados de pasadizos que conducían a las colinas. Los lúgubres muros anulaban el sonido exterior produciendo reverberación de las voces y ruidos de dentro. Pero tanta pesantez asentaba en la volátil sustancia del animismo y la hechicería. Como en otros castillos en los que era preocupación de los señores asegurar -para ellos y para los habitantes del feudo- abundantes cosechas y prolífica descendencia, al edificar los cimientos se había emparedado viva a la primera muchacha que pasara por el lugar, en la creencia de que su virtud generatriz contaminaría la construcción.

Quien se espante con este proceder debe intentar el improbable ejercicio mental de ubicarse en la salvaje Hungría de la época, largamente atrasada con relación a otros países europeos y por ello inmersa en pleno medievo, donde el ser noble establecía una distancia con los habitantes de las villas y pueblos que apenas dejaba un resquicio para que se los considerase humanos, y a veces ni siquiera.

Si eran muchas las atrocidades que se cometían, no menos atroz era el modo de condenarlas al impartirse la justicia en Europa. A partir del siglo XIV la tortura, la mutilación del cuerpo y la pena de muerte fueron establecidos como métodos regulares de castigo. A los culpables de hurto o caza furtiva se les amputaba una mano; si se quería atenuar la pena se les cortaba tan sólo un dedo. Perjurios y blasfemias eran castigados con el corte de la lengua, según las siguientes instrucciones: Se le coloca una silla bajo los pies y se le ensarta la lengua con un gancho; luego hay que retirar la silla para que la lengua quede colgada del gancho. Se ahorcaba a los ladrones, pero si eran judíos se los colgaba de los pies. La decapitación era la pena más expeditiva y por lo tanto reservada a los nobles; quien no tuviera esa gracia podía ser descuartizado si se le encontraba traidor, en tanto a los asesinos, incendiarios y ladrones de importancia se los sometía al suplicio de la rueda. Las mujeres eran ejecutadas mediante anegamiento. Las hogueras de la Inquisición devoraban a miles de leprosos, judíos, brujas y herejes. A los falsificadores se los sometía al agua, vino o aceite hirviendo. Eran pasibles de pena de muerte algunos delitos como éstos, consignados en crónicas de la época: ¿Cómo castigar a quien se sorprende dañando un haya? Se le arrancan las tripas, se le ata con ellas y se le obliga a correr alrededor del haya hasta que quede enroscado... A quien tala un roble ajeno se le corta la cabeza y se la ensarta en el mismo roble.

Una pena mayor consistía en enterrar vivo al culpable: colocado en una fosa se le ponía una caña en la boca para que respire y no muera de inmediato; luego se lo cubría de tierra, hasta que movido por la compasión el verdugo le atravesaba el corazón con una estaca. Si aún se quería aumentar el castigo, en casos de asesinato, violación, homosexualidad, adulterio o incesto se procedía por empalamiento: introducción a martillo en el ano de un largo palo de punta roma, que luego era clavado en el suelo para que la víctima colgase en lo alto mientras la madera se abría paso por su cuerpo. El empalado permanecía con vida durante horas y a veces días. Este método fue empleado con fruición en el siglo XV por el Príncipe de Valaquia Vlad Draculea, quien pasó a la historia de la lucha contra los turcos como Vlad Tepes (Tepes=empalador) y a la historia de la literatura como el Conde Drácula en la célebre novela de Bram Stoker, que poco y nada se corresponde con el personaje original, quien no sólo sometió a ese tormento a miles de víctimas sino que se complacía en almorzar entre los empalados.

La mentada jurisprudencia carecía, es obvio, de cualquier prudencia en la administración de justicia. Antes que ello propendía al brutal regocijo de quienes hacían de la ejecución de las penas un espectáculo de impar ferocidad. Los habitantes de un pueblo, por ejemplo, no escatimaban el pago de cifras considerables en adquirir un ladrón para tener el derecho a descuartizarlo. Ese incitante valor superaba la contraparte sacralizada: la ostentación del cadáver de un santo. La inseguridad crónica, por distintos e iguales motivos extendida entre nobles y siervos de la gleba, desembocaba en la apetencia de un poder capaz de regentear el terror.

La ejecución de castigos convertida en lascivo desenfreno tenía su otra cara en la refrenada, temerosa o directamente anatemizada actitud hacia el erotismo en la mujer. Los Padres de la Iglesia cristiana, tanto en Occidente -Ambrosio, Jerónimo, Agustín- como en Oriente -Clemente, Alejandrino, Metodio, Basilio de Cesarea, Juan Crisóstomo-, a pesar de alentar el matrimonio establecían una cerrada valoración donde en primer lugar estaba la virgen, luego la viuda y por último, terminando el exiguo listado, la madre de familia. Virgo, vidua, mater se repetía, con latina veneración, en orden decreciente de jerarquía. Esta misoginia influyó decisivamente en la actitud del hombre medieval. Heredera de Eva, la mujer como tal encarnaba el pecado en su origen. El matrimonio resultaba, por lo tanto, el remedium concupiscentiae y debía permanecer fuertemente ligado a la reproducción. Lo que en el paganismo era una manifestación espontánea, naturalmente aceptada, en manos del cristianismo devino proscripción, al punto que difundiera la consigna no ver a la mujer (ni siquiera la propia) desnuda. El matrimonio no estaba exento de inmoralidad, en caso de advertirse en la esposa alguna condición erótica. Si antes consideramos la extralimitación en nombre de la justicia, comparémosla con el papel reservado a la mujer: El Decretum Gratiani, la mayor recopilación de textos jurídicos del siglo XII, establecía meridianamente que los asuntos judiciales eran cosa de hombres: Es sabido que la mujer debe estar subordinada al marido y que no tiene ninguna autoridad; no puede enseñar, no puede actuar ni como testigo ni como garante, ni como juez.

No es preciso hilar fino para inferir vías de derivación entre el sofrenado rechazo a la femineidad y la violencia desatada con los culpables de cometer delitos, entre los que ocupaban un lugar destacado los relativos a la sexualidad apartada de la norma, lo que en el contexto examinado resulta sinónimo de erotismo no reproductor, es decir, erotismo liso y llano (si es que alguno lo fuera). La Iglesia había difundido extensamente la concepción del sexo como el pecado por antonomasia. Los penitenciales eran explícitos en la condena, al punto que la cópula sexual fuera del matrimonio era sancionada como algo peor que el asesinato.


La ubicación de Csejthe, en el noroeste cercano a la frontera austro-húngara, ofrecía a la familia Bàthory-Nádasdy la ventaja de estar a resguardo de los turcos. El país se había desmembrado en 1526 cuando Solimán I, el Magnífico, aplastó la resistencia húngara -tres veces menor- con un ejército de 80.000 soldados en la batalla de Mohác. Por ese entonces, los otomanos dominaban Siria y Egipto en el Cercano Oriente, en tanto expandían su influencia en la zona del Danubio. En 1479 Venecia se vio forzada a dar por terminada la guerra con los turcos, reconociendo su primacía en un desfavorable tratado de paz por el que perdía las posesiones en el Egeo. En 1529 entraban por vez primera en Viena.

Tras la derrota de Mohác, el Rey Luis II se había ahogado en un arroyo intentando huir. Hungría quedó dividida en tres partes: una cuña central conquistada por los turcos, con base en Buda, la capital, donde Solimán asentara el poder; al oeste la denominada Hungría real, gobernada por Fernando de Habsburgo luego que los aristócratas húngaros lo coronasen para combatir al invasor, alentados por la creciente importancia de esa dinastía en las potencias europeas; al este nacía el Principado de Transilvania, con límite en el río Tisza. En razón de que la conquista turca afectó el corazón de su territorio, durante 150 años Hungría fue escenario del enfrentamiento de la cultura cristiana europea y la musulmana turca, por lo que la cuña central alteraba constantemente sus fronteras.


La Condesa recibía por boca de Ferencz esporádicos informes de la evolución de la guerra, aunque sólo le dedicaba una atención distraída. Antes que la política del reino le interesaban pormenores de los combates, admirada de las dotes guerreras de su esposo y del modo natural con que la muerte intervenía en sus relatos. Apodado El Señor Negro no tanto por la profusa barba morena y la tez mate como por su arrojo, Ferencz tenía alma de guerrero; siguiendo los pasos de su padre batallaba del lado de los Habsburgo. No obstante la tosquedad de sus movimientos y lo estentóreo de su voz cuando volvía, embuido del fragor de las contiendas, su porte estaba asistido de prestancia.

Los relatos de Ferencz colocaban a Erzsébet ante lo horroroso; esto principalmente ocurría cuando el esposo llegaba, como si cumpliera un ritual, al tema infaltable en sus crónicas, que la tenía en vilo: el nuevo capítulo de los enfrentamientos con el sultán. Se trataba de alguien que personificaba lo contrario de Ferencz, cuya austeridad era proverbial, al extremo de privarse cualquier exceso en las frecuentes celebraciones, fueran acontecimientos sociales o victorias en el campo de batalla. Educado en un férreo protestantismo, el sábado era para él día de ayuno. Al momento de combatir al turco y a los rebeldes -húngaros aliados al invasor- desplegaba rectitud en la acción al servicio del ideal patriótico y la alcurnia de los Nádasdy. En tanto Amurat III -que así se llamaba el sultán, nieto de Solimán II- encarnaba una pasión asesina exenta de moral. Era fama que había arrojado a las aguas del Bósforo a diez mujeres preñadas por su padre y que había pasado a degüello a sus diecinueve hermanos, mientras en las batallas se esmeraba no sólo en ejercer la crueldad sino también en que lo suyo fuese difundido en pos de un régimen del terror; por eso quemaba a fuego lento a quienes estuviesen a la cabeza del ejército vencido, luego de abandonar al hambre y la sed, encerrados entre empalizadas, a los soldados enemigos sobrevivientes. Obviamente, esa suerte esperaba a Ferencz y los suyos en caso de caer en manos del sultán, pero la exaltación de Erzsébet nada tenía que ver con alguna mórbida especulación acerca de su esposo, lo amaba del modo en que se esperaba lo hiciera una Señora de la época, entrenada para ello. Antes que eso, el brillo de su mirada se encendía cuando comprobaba hasta dónde podía disponerse del otro sin que mediaran obstáculos. Erzsébet no hubiera sabido responder, de habérsele preguntado, si la crueldad de Amurat III despertaba en ella placer; pero le fascinaba.

A los veinticinco años, convivían en Erzsébet tendencias antagónicas. Una era la atracción hacia acto violento, aunque debe entenderse que ello no desentonaba ni con el estilo salvajemente feudal de Hungría ni con la feroz idiosincrasia de los Bàthory. Si Amurat III hacía lo que hacía, los húngaros no iban a la zaga, por ejemplo en la rapiña de niños y niñas de los asentamientos turcos conquistados y peor aún, en el negociar con la crueldad de los turcos a los propios hijos de la tierra húngara. A pesar que el castigo para el que entregase niños cristianos al invasor musulmán consistía en meterlo desnudo dentro de un caballo abierto por el vientre, al que previamente le sacaban las tripas; luego cosían fuertemente el cuero encerrando a la víctima, cuya cabeza asomaba por la cola. La podredumbre atacaba por igual a ambos.

Es preciso decir que estas prácticas no se apartaban demasiado de lo que en Europa se estilaba. Un comentarista de aquel tiempo, Juvenal des Ursins -Arzobispo de Reims-, escribe lo siguiente sobre el comportamiento de los soldados en el siglo XV: Cuando buscaban las provisiones que necesitaban en una aldea, se apoderaban de los hombres, mujeres y niños pequeños sin hacer distinciones de edad o sexo; abusaban de las mujeres y doncellas; mataban a padres y maridos en presencia de sus hijas y esposas; confiscaban los víveres y dejaban morir de hambre a los niños; encadenaban a las mujeres embarazadas, quienes parían entre cadenas y dejaban morir a los recién nacidos sin bautizarlos; luego arrojaban al río a madre e hijo; a los sacerdotes, monjes, clérigos y trabajadores los encadenaban y molían a palos. Algunos morían mutilados, otros perdían el juicio. Los encerraban en jaulas, en pozos, en lugares asquerosos repletos de inmundicia y los dejaban morir de hambre. ¡Sólo Dios sabe cuán crueles podían llegar a ser! Asaban a la víctima, le arrancaban los dientes, la golpeaban con gruesos bastones, nadie se libraba si no entregaba más dinero del que tenía.

Lo que distinguía a Erzsébet era el modo en que esta violencia la transportaba a la intimidad del sufrimiento en la exasperación del límite entre vida y muerte. Pero también estaba la lección largamente aprendida acerca de su don de Señora, que combinaba de extraña manera el brutal ascendiente Bàthory, lleno de nobles, príncipes y reyes, con el Nádasdy, también una familia notable pero volcada hacia la severidad y el despojamiento del placer inmediato. La propia Orsolya había tomado a su cargo -según la tradición- la educación de la pequeña Erzsébet una vez que fuera decidida la futura unión matrimonial de las familias, lo que ocurrió cuando Erzsébet tenía quince años.


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